sábado, 5 de septiembre de 2015




EL GRAN ANGULAR

Qué feliz que estaba. Nunca había tenido una cámara de fotos y aquel verano me habían regalado una. Había sacado muy buenas notas en el colegio y, como premio, me regalaron una cámara preciosa. Para mí era lo mejor que había tenido en toda mi vida. Evidentemente, no era como las de hoy en día, no era digital y funcionaba todavía con carretes que había que llevar a revelar. Como todos los años íbamos a pasar el verano en la sierra en compañía de mis abuelos. Allí hacía calor por el día pero las noches, sin embargo, eran mucho más agradables. No me olvidaré de decir que, además, teníamos una piscina cuadrada enorme. Era lo mejor del verano; no salir del agua.
Junto con la cámara me dieron varios carretes para que empezara a hacer fotografías. Al mismo tiempo, mis padres me dijeron que tuviese cuidado porque sin darme cuenta se me acabarían los carretes, que me fijase y decidiese bien qué era lo que quería inmortalizar. La verdad, no les hice mucho caso. Las cosas no se veían del mismo modo desde detrás de la cámara, todo tomaba forma, era como entrar en otro mundo. Mirar por el objetivo me hacía sentir que entraba en otra realidad. Incluso las personas parecían diferentes. No era nada sencillo decidir qué inmortalizar con la cámara, cualquier cosa se veía preciosa; una piedra, una hierba, una hormiga… Sentía que estaba viviendo en dos mundos a la vez. Sin más, no pude controlarme y empecé a hacer fotos de cualquier cosa, todo me llamaba la atención. Una flor, una mariposa, una montaña, una rama de un árbol, todo era interesante. Recuerdo que me sentaba a la mesa y seguía mirando a través del objetivo. Todo era precioso y era otra realidad. Las cosas bellas eran más bellas tras el cristal.
En fin, como era de esperar, los carretes se agotaron pronto y no tuve más remedio que seguir mirando por el objetivo pero sin poder echar fotos. No obstante, nadie pudo separarme de la cámara. Ahora, con las distancia de los años pienso que ese verano aprendí a apreciar las cosas pequeñas, los cosas que parecen insignificantes y que están llenas de vida. Un escarabajo que busca comida, los ojos de una salamandra, una hilera de hormigas portando trozos de cascaras de pipas, una piedra con una forma diferente, etc. Al finalizar el verano llevamos los carretes al laboratorio para que los revelaran. Aún puedo sentir la impaciencia que tenía por verlas. Cuando fuimos a recogerlas cogí el sobre y no lo abrí hasta llegar a mi habitación. He de reconocer que muy pocas estaban bien enfocadas o bien centradas, pero para mí eran geniales. Cuando las miro no puedo dejar de pensar en qué diferente es la mirada de un niño de un adulto. Seguramente hoy si fuera a hacer fotos no me fijaría en lo mismo. Con la inocencia de un niño capté la belleza de la naturaleza, la vida que hay en ella en seres que son minúsculos, y lo perfecta que es en su equilibrio. Mis fotografías me sirven para reconectarme y reconciliarme con un mundo que es maravilloso y más bello de lo que nosotros hubiésemos sido capaces de imaginar o crear.

A.Machancoses












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