martes, 30 de septiembre de 2014




OTRO MUNDO

Erase una vez… Sí, en un tiempo, no hace mucho. Existía una persona que vivía en un mundo donde los pensamientos se veían. La mente era transparente y se podía ver todo lo que estaba pensando la otra persona. Era un mundo diferente. Evidentemente, era muy complicado mentir. Cuando alguien intentaba mentir quedaba al descubierto; al mismo tiempo que hablaba se estaba viendo la verdad y la mentira. Seguramente era un mundo más que diferente al nuestro. Un mundo sin mentiras y sin malas intenciones. Un lugar en el que se hablaba desde el corazón o desde los sentimientos. Simplemente, hacer las cosas bien o no hacerlas. Estamos tan acostumbrados a las mentiras que, lo más probable, nosotros, no podríamos vivir en ese mundo. Podría enumerar muchas situaciones, bueno, más que muchas situaciones, en las que estás hablando con alguien, te está sonriendo pero sabes, de muy buena tinta, que piensa todo lo contrario.
Muchas veces, intento imaginarme ese mundo con esos sentimientos tan elevados. Aquí, desde que sales a comprar el pan de buena mañana ya empiezas a ver miradas algo insanas. Recuerdo un día en el que me dediqué a analizar a las personas con las que me cruzaba, quería saber cuántas serían capaces de vivir en ese mundo. A las personas que eliminaba como posibles candidatas las incluía en la lista de desterrados: “desterrados de la verdad”. Creo que ese día aprendí bastante y muy rápido. Estudiaba la cara de las personas con las que hablaba, me fijaba en sus ojos, analizaba su postura y  su sonrisa. Fue sorprendente, jamás había visto sonrisas que resultaban tan desagradables. Llegó un punto en el que, al saber que todo lo que me decían era teatro, su sonrisa, me resultaba repulsiva. Aguantaba muy pocos segundos hablando con estas personas. Sin darme cuenta, estaba llevando a cabo una selección, elegía a las personas con las que me gustaba estar y, el resto, pasaba de lejos o muy de lado. Ese día también me di cuenta de que no me daba ningún cargo de conciencia el alejarme de esas personas. En realidad, eran personas que hacían daño. Descubrí que existen personas muy vacías y muy falsas que sólo se mueven por interés. Sin embargo, mi gran descubrimiento fue que existen personas muy buenas, muy honestas y con muchos sentimientos. Cada vez que daba con una de estas personas era como llegar a un oasis delicioso. No eran demasiadas pero, sin punto de comparación, llenaban de sobra todo el vacío que creaban las otras. Pienso que ese día aprendí a vivir de un modo diferente, creo que nació en mí otro ser y otra vida. Ahora actúo de ese modo selectivo sin darme cuenta, sin saber cómo ni por qué, distingo de entre los desterrados a esas perlas que pasan desapercibidas. No conocí a la persona que vivía en ese mundo en el que los pensamientos eran transparentes; sin embargo, sí que hay algo seguro: hoy estaría en mi lista de la verdad. Me encantaría conocer su mundo. Me imagino que veo todos los buenos sentimientos que pueden tener las personas, me imagino que veo todas las cosas graciosas que se pueden pensar y, creo, que sería un mundo maravilloso en el que vivir. Algo sí que puedo hacer, de momento, intento vivir ese mundo en este mundo y, sorpresa, es posible. Voy creando mi mundo junto con personas que creen en ese mundo. Las buenas personas existen, sólo hay que mirar y ver.


A.   Machancoses

jueves, 18 de septiembre de 2014





LOS COLORES

Recuerdo los días de limpieza. Nos vestíamos con ropa vieja, nos poníamos un pañuelo en la cabeza y ¡al ataque!. Mi abuelo era el encargado de la cocina, tenía una maña increíble y, ese día, nos hacía engordar. Aunque era un día duro y cansado nos lo pasábamos mejor que bien. El ambiente que se creaba era de fiesta. Cada una comentaba alguna cosa graciosa y, sobre todo, algún que otro chiste. Nos cansábamos muchísimo pero valía la pena. Yo era la encargada de limpiar todos los cristales de la casa. Me costaba todo el día limpiarlos todos porque había un montón. Sin embargo, me encantaba ver ese brillo que les quedaba a los cristales recién lavados. Algunas veces, con el reflejo de la luz, podía ver los colores del arcoíris y era precioso. Me hacía recordar un cuento sobre colores que me contaba mi abuela. Ella era una amante apasionada de la tierra, la adoraba. No podía soportar ver cómo las personas ensucian la tierra, la agreden y no la respetan. Siempre me decía que todos somos huéspedes en su casa, que la tierra nos ofrecía todos sus bienes y todo lo que necesitábamos ya que estábamos viviendo en su casa. La tierra nos acoge, nos protege y nos ofrece su cobijo, sus frutos y, cómo no, sus remedios. En su botica, con todas las plantas diferentes que tiene y cuida, hay remedio para toda enfermedad. Mi abuela me decía: ¿a que tú cuidas a tus amigas cuando las invitas a tu casa? Pues, del mismo modo la tierra nos cuida. Nos ofrece sus mimos y nos proporciona una casa preciosa para que vivamos en ella. Nos da agua, nos da sol, nos da comida, nos da remedios para no enfermar, nos regala sus bellas flores, nos ofrece sus frutas, y nos da la belleza de todos los colores. ¿Has visto alguna vez el color negro en el arcoíris? No, no está. La tierra se encarga de que el negro no exista. ¿Qué ves en el color negro? Nada, no se ve nada. Sin embargo, ¿qué ves en el color verde?, ves el mar. ¿Qué ves en el color amarillo?, ves el sol. ¿Qué ves en el color rojo?, ves el fuego. ¿Qué ves en el color azul?, ves el cielo. ¿Qué ves en el color rosa?, ves las flores. ¿Qué ves en el color violeta?, una aurora preciosa. ¿Qué ves en el color naranja?, ves frutas. ¿Y el color marrón?, la casa que nos ofrece. Como ves la tierra utiliza todos los colores para adornarse y para disfrutar. Y, ¿qué piensas que es el arcoíris? El arcoíris es la celebración del día de limpieza de la tierra. Sí, el día que la tierra lo dedica a hacer limpieza carga las nubes con agua, las coloca y, entonces, deja caer el agua. De este modo lo va limpiando todo, quita la suciedad, lo purifica todo y, de paso, riega todas sus plantas. Y, cuando está todo limpio y resplandeciente, aparece el arcoíris. Con él festeja que está todo limpio, que su casa está preparada otra vez y, sobre todo, celebra la belleza de los colores que posee.
Mi abuela me lo contaba con tanta pasión que me transmitía todo su amor por la tierra. Tenía en su interior una mezcla de amor, cariño, gratitud y respeto; y me lo hacía sentir en mi interior. Desde entonces, cada vez que veo el arcoíris no puedo evitar sonreír. Pienso que la tierra ha levantado las alfombras, ha limpiado todas sus habitaciones y ha regado sus plantas. Y, después, lo está celebrando. Me encanta ver esa explosión de colores que me recuerda la belleza que nos rodea. No sé de dónde sacó mi abuela su amor por la tierra pero, ahora, no imagino mi vida sin el amor que siento hacia ella.
A.   Machancoses



martes, 9 de septiembre de 2014





EL LAGO

En la tierra existen lugares realmente maravillosos y preciosos. De este modo, existía un valle por el que discurría un rio con el agua más clara y fresca que jamás se había visto. Se podían ver las piedras del fondo del rio y, sin ningún esfuerzo, los peces que bajaban con él. A los lados del rio estaba lleno de todo tipo de árboles. Se podían distinguir pinos, chopos, carrascas y, cerca del agua, se podían coger moras. Estar en ese valle era como entrar en el paraíso, se podía escuchar el sonido del agua bajando por el rio, los cantos de los pájaros; en resumen, se podía palpar la vida que allí se respiraba. Pero, como siempre, el hombre tenía que hacer de las suyas. Se dieron cuenta de que los pinos de ese valle eran de una calidad excelente y pronto, muy pronto, empezaron a talar los pinos. La vida que antes se podía hasta palpar se sumió en un gran silencio. Los pájaros se marcharon y, con ellos, todos los animales que vivían por allí. El sonido tan típico que se forma en las pinedas cuando sopla el viento, se acabó. El frescor de la sombra de los árboles, se acabó. Ahora sólo se podía escuchar el ruido de las sierras talando. Además, rio arriba, estaban construyendo una presa que iba a desviar el cauce del rio hacia un pueblo cercano. Poco a poco, el valle fue desapareciendo y, seguidamente, se secó el cauce del rio también. Lo que era una maravilla de la naturaleza se quedó siendo una visión horrible de destrucción. No quedaba nada en pie, ni nada vivo. La tierra se desconsoló, le entró un gran sentimiento de tristeza de ver lo que habían hecho. Las cosas no podían quedar de ese modo, y la tierra empezó a llorar. Se pasó dos días enteros llorando y, con sus lágrimas, creó un lago. Era un lago profundo, muy ancho y, en él, se podía respirar la sabiduría de la tierra. Sin embargo, la tierra sabía que si el hombre veía ese lago tan precioso volvería y, lo más probable, que volviera para seguir destrozando el lugar. Así que, la tierra alzó su voz y dijo: “este lago nos devolverá la vida y será la casa de todos los que aquí vivíamos. Sin embargo, el hombre no lo podrá ver, ante sus ojos este lugar siempre será un desierto hasta el día que sus sentimientos cambien y sepan amar”. Dicho esto, se formó una especie de neblina que rodeaba el lago y que no permitía ver lo que allí había a los hombres. Los árboles volvieron a crecer, los peces volvieron a nadar y todos los habitantes del valle regresaron. La tierra hizo de nuevo un paraíso mientras los hombres sólo veían  un valle de árboles talados. Desde entonces, la tierra está esperando a que los hombres cambien, que sepan cuidar y tratar bien a la tierra, para dejarlos entrar de nuevo en el valle. Ya nadie recuerda el lugar exacto donde estaba aquel valle tan maravilloso, sólo se conoce la leyenda que ha ido pasando de generación en generación. A mí me queda la esperanza de que un día el hombre cambie y sepa valorar la tierra y cuidarla. Mientras, cada vez que veo un valle desierto me siento a mirarlo y a pensar que quizá, sólo quizá, sea allí donde está ese lago esperando. Entonces, cierro los ojos y poniendo mi mano en el suelo le digo a la tierra: “yo ya he cambiado, aquí tienes a alguien que siempre te va a cuidar. Y seremos más”. Quizá, sólo quizá, un día la tierra nos deje entrar, si cambiamos.
A. Machancoses


domingo, 7 de septiembre de 2014




LAS BOTAS ROJAS
Vuelvo a la rutina. Como cada mañana me dirijo al trabajo andando y, como cada mañana, me cruzo con todos los niños que se van al colegio. Es un placer ver la vida que desprenden los niños, ya de buena mañana están llenos de energía y de ganas de jugar. Últimamente me cruzo con una niña que siempre lleva unas botas rojas. Lo curioso es que esas botas rojas son botas de agua. No importa que llueva o que haga sol, la niña siempre las lleva puestas. Va andando por la acera dando saltitos y nunca la he visto acompañada por nadie. En su cara sólo se ve felicidad, está contenta y va a su ritmo hacia el colegio. Me gusta ver cómo disfruta de su mundo y, sin darme cuenta, siempre me provoca una sonrisa dulce. Sin embargo, empiezo a ver a algunos niños que se burlan y se meten con ella por llevar esas botas rojas. La niña sigue su ritmo y no hace caso. Bien hecho. Sí. Tiene la suficiente personalidad como para hacer lo que le gusta y no hacer caso a nadie. Lleva las botas porque sí y porque le gustan. Estamos en un mundo tan programado que no dejan espacio para la espontaneidad, y para la libertad. Seguramente, si la niña llevara unos zapatos normales, aunque no le gusten, aunque le hagan daño los pies, aunque sean heredados, nadie le diría nada. Si llevara cara de dolor o de sufrimiento, tampoco le dirían nada. Si fuera una niña triste, no dirían nada. Lo que ocurre es que es feliz y hace lo que le gusta. Parece ser que eso es un grave problema para los demás. Por mi parte, por las mañanas miro a ver si me la cruzo. Quiero verla y me gusta verla. Cuando veo de lejos esas botas rojas empiezo a sonreír y, cuando nos cruzamos, no puedo evitar pensar: ¡bien hecho!. La libertad que tiene y goza es un regalo para mí. Ha empezado a darse cuenta de que me quedo mirándola y que sonrío. El primer día que se dio cuenta se quedó unos segundos esperando mi reacción. No hubo reacción, sólo una sonrisa. El segundo día, volvió a ocurrir lo mismo. El tercer día ya no hubo sorpresa, nos mirábamos y nos sonreíamos. Nos habíamos hecho amigas en silencio. Ella me ayudaba a mí dándome esa alegría que llevaba y yo, por mi parte, no la juzgaba y la animaba a continuar. Desde mi interior deseaba que la niña no cambiara, que fuera capaz de hacer lo que le guste y no pensar en lo que los demás digan. Personas como la niña de las botas rojas son regalos que nos dan en el día a día. Son momentos de chispa de vida que te pueden recargar para el resto del día, y que pueden hacerte ver la vida de un modo diferente en cuestión de segundos.

Ahora me he comprado unas botas rojas. Sí, para que el día que no la vea o, simplemente, me apetezca acordarme de ella, ponérmelas. Para mí las botas rojas se han convertido en un símbolo de libertad. Son la piedra que me hace parar a pensar y, recordar, que la vida se puede vivir como uno quiere. Gracias, niña de las botas rojas.

A. Machancoses

viernes, 5 de septiembre de 2014





LA PERLA
Vuelve a llover. Los días como éste me recuerdan mucho a mi abuela, para nosotras un día de lluvia era un día de fiesta. Nos sentábamos delante de la ventana y se nos pasaba el tiempo viendo caer la lluvia. Mi abuela preparaba una merienda con su pastel de lluvia. Era de lluvia porque estaba lleno de pepitas de chocolate como si fueran las gotas de la lluvia. Recuerdo aquellos días con muchísimo cariño. Llegaba mi abuela y me decía: “Perla, creo que hoy vamos a merendar pastel de lluvia”. Y así ocurría. No, no me llamo Perla, sin embargo, mi abuela siempre me llamaba así. Cada vez que me llamaba me venía a la mente la imagen de una perla. Siempre me preguntaba en qué me parecería a una perla, yo no era regordeta, más bien lo contrario. Normalmente acababa pensando que me llamaba así porque tenía la piel muy blanca, era la única similitud que podíamos tener. Un día, sin más, le pregunté a mi abuela el por qué me llamaba Perla. Mi abuela empezó a reírse sin parar y, no, no era porque tenía la piel muy blanca. Así me lo explicó ella: “querida, no te llamo Perla ni por tu forma, ni por tu color de piel, ni nada por el estilo. Quiero que sepas que todo el mundo lleva una perla en su interior. Todas las personas guardan sus sentimientos en su interior, guardan sus pensamientos, sus anhelos, sus proyectos, sus planes, sus aspiraciones, sus deseos, su amor, y su pureza. Es en ese interior donde reside la pureza de cada persona, lo que realmente es y siente. A esa parte del ser tan puro de sentimientos es lo que llamo perla y tú eres mi Perla”.

En aquel momento no entendí muy bien lo que quería decir mi abuela, sólo entendí que en mi interior había un sitio muy bonito. A medida que pasaron los años empecé a comprender lo que mi abuela intentaba explicarme. Vivimos en un mundo donde es muy difícil o, mejor dicho, peligroso, mostrarse como uno es. Nos enfrentamos a todo tipo de personas y malos sentimientos que, con el tiempo, nos van haciendo sentir mal. Nos hacen encerrarnos en un cascarón sin poder decir, en muchas ocasiones, lo que realmente sentimos o queremos. Sin embargo, siempre nos queda esa perla, ese lugar en nuestro interior donde volvemos a ser nosotros, donde nos reencontramos y donde tenemos la paz que buscamos. Ahora entiendo por qué mi abuela siempre era positiva, siempre me motivaba y siempre intentaba sacar lo mejor de mí. Me enseñó a llegar hasta mí misma. Fue ella quien me regaló una perla para llevarla siempre colgada en el cuello. Cada vez que me ocurre algo en mi trabajo, en mi entorno o donde sea, cojo la perla entre mis dedos y siempre ocurre lo mismo: me sale una sonrisa desde lo más hondo de mí y recupero las fuerzas para seguir adelante. No quiero olvidar lo que soy ni quién soy.

A. Machancoses 

jueves, 4 de septiembre de 2014



 


 





 


LA VIAJERA


Sí, me dicen que soy una viajera. La verdad es que me encanta viajar. Siempre estoy de viaje, no importa que sea de día o que sea de noche. Cuando viajo de día voy saludando a los lados, hago un gesto a los que se quedan atrás con una gran sonrisa. De tanto viajar todas las caras me suenan y todo el mundo me es conocido. Me gusta sonreír y decirles con los ojos que voy alegre. No todo el mundo está contento pero, al menos, durante esos segundos que dedican a pensar quién soy, se olvidan de todo. Muchas veces miro hacia el cielo y me quedo mirando el sol. Me gusta sentir su calor y, a veces, creo que me mece. Cuando viajo de noche es espectacular. Voy mirando las estrellas que, con su brillo, me van guiñando el ojo. Nos conocemos ya, y me preguntan a dónde voy. Lo que más me fascina es que siempre están. Son como un amigo al que siempre puedes acudir. También miro la luna, que no siempre está igual. Creo que ella también viaja como yo y por eso va cambiando. A veces es redonda y grande, otras veces adelgaza y tiene forma de barca. ¿Sabes? La barca puede estar hacia arriba o hacia abajo. Sin embargo, siempre es alegre y simpática. Suelo hablar con ella, para mí es como una hermana mayor que te da buenos consejos. Eso sí, me los da si le pregunto. En este viaje voy al mar, allí tengo a cientos de amigas y amigos con los que voy coincidiendo. Cada cual tiene su camino pero siempre coincidimos en algún lugar y nos contamos nuestras historias. No sé después del mar dónde iré, probablemente me vuelva a evaporar y vuelva al cielo. Volveré a volar, estoy segura. Ahora voy por un rio precioso que nos lleva en su regazo, nos cuida y nos mima. Falta poco para llegar, nos lo ha dicho un pájaro. Por eso me dicen que soy viajera. Yo no creo que sea viajera, yo creo que fluyo con la vida y me dejo llevar. De todos modos, algo sí que hago: “disfrutar”. Cada momento es especial, cada lugar tiene su encanto y, seguramente, todo te lleva hacia algo.


  1. Machancoses


 



martes, 2 de septiembre de 2014













EL ARBOL, EL SR. GATO Y YO


Ya estoy en mi casa nueva, no está mal. La ventana de mi habitación da a un pequeño jardín que hay en la entrada. Mi madre ha encontrado un trabajo en este pueblo y nos hemos trasladado. Todavía es verano y no tengo que ir al cole pero en septiembre iré al único colegio que hay aquí. Mi madre insiste en que me va a ir muy bien y que tendré la oportunidad de hacer nuevos amigos. A mí me parece que va a ser un rollo porque yo ya tenía amigos y no quería tener nuevos amigos. No le digo nada e intento que no note que realmente estoy preocupado. Nuevos amigos, nuevo colegio, nuevos profesores… ¿Qué ocurrirá si no encuentro nuevos amigos?

La casa es muy grande, no es que tengamos la mejor casa del pueblo, simplemente es que en este pueblo todas las casas son iguales. La única diferencia que hay de una a otra es el jardín y el color de la casa. La verdad es que es divertido. Nosotros tenemos la casa de color naranja con la escalera, las ventanas y la verja del jardín de color amarillo. Es posible que la gente de este pueblo no sepa orientarse, se pierdan y por eso necesitan las casas de colores. O quizá no sepa nadie leer y no puedan encontrar su calle. Creo que yo no me perderé. En una esquina del jardín hay un árbol enorme, no sé de qué árbol se trata, nunca había visto uno tan grande. Mi madre dice que debe ser un árbol milenario. Por lo visto los arboles viven más que nosotros. El tronco es muy grueso y sus ramas dan sombra a nuestro jardín y al jardín de la casa de al lado. Es posible que cuando construyeran las casas el árbol ya estuviera ahí. Alrededor de la verja hay pequeñas plantas aunque están todas amontonadas. Mi madre dice que hay que quitar las malas hierbas, pero no tengo ni idea de cuales son malas y cuales son buenas. Las cortaremos cuando volvamos de hacer la compra y creo que ya tengo mi primer amigo nuevo, en la casa vive un gato. No sé si tendrá nombre, creo que de momento le voy a llamar el Sr. Gato. Nos miramos de reojo pensando: “sé que estás ahí”, pero nos ignoramos. Todas las mañanas está en el jardín, se deja caer delante del árbol y se queda horas y horas mirándolo. No sé qué mirará, quizá es una costumbre de los gatos de pueblo, quizá exista la tradición de toda la vida de que los gatos miran a los árboles. En el mundo de los gatos puede que sea como ver una película, porque no sabemos qué aficiones son las que tienen los gatos. No sé, sin embargo, al Sr. Gato le debe de gustar mucho el cine.

Esta mañana he bajado al jardín, he mirado hacia los lados y ni rastro del Sr. Gato. Tenía que aprovechar la ocasión y me he sentado donde se sienta siempre, luego me he puesto a mirar el árbol. El tronco del árbol es grueso y rugoso con diferentes tonos de marrón. No veía nada de extraño y no entendía qué es lo que mira el Sr. Gato. Seguramente no nos gustan las mismas películas. Sin embargo, empecé a mirar hacia arriba, hacia las hojas y era precioso. Se movían las hojas y se formaban pequeños agujeritos por donde pasaban los rayos del sol. Era como si la luz del sol reflejara contra espejos pequeñitos y todos los reflejos llegaban a mi cara. A veces, me daban en los ojos y me cegaban unos segundos. Era todo un espectáculo y empezaba a pensar que el Sr. Gato sabía muy bien lo que hacía. Desde ese día, cuando el sitio estaba libre, iba y me sentaba a mirar las hojas del árbol. Empecé a sentirme parte del jardín y amigo del árbol. Un día, sentado allí, sin más, vino el Sr. Gato y se sentó encima de mis piernas. Los dos mirábamos la misma peli. Ahora éramos ya tres amigos, el árbol, el Sr. Gato y yo.

El verano estaba terminando y en una semana empezaban las clases. Solo de pensarlo me ponía nervioso. Una tarde, en lugar de sentarme delante del árbol como siempre, me senté apoyado en el tronco. No podía dejar de pensar en el primer día de clase. Empecé a notar cosquillas por la espalda, miré y no había nada, alcé la vista hacia las ramas y las hojitas empezaron a moverse. No entendía cómo pero alguna vocecita me decía: “no te preocupes, harás muchos amigos y, además, mis amigos serán tus amigos”. Enseguida miré hacia el árbol de la casa de enfrente y movió las hojitas, después el árbol de la casa siguiente, después el de la siguiente, y así de árbol en árbol. ¡Los árboles se comunicaban! ¡Estaba escuchando el idioma del árbol! Todas las casas tenían un árbol en su jardín y no me había dado cuenta. Todas las familias tenían un árbol, y cada árbol tenía una familia. Todos los arboles eran amigos y se comunicaban entre ellos. ¡Fantástico!. Empezaba a gustarme el nuevo pueblo. Desde ese día bajaba a sentarme en el tronco del árbol para hablar con él y veía cómo se pasaban la voz de un árbol a otro. Si los niños del pueblo eran tan divertidos como los arboles me lo iba a pasar muy bien. Hasta se contaban historias divertidas.

Llegó el día de ir a clase y estaba más que nervioso. Cogí mi mochila y empecé a andar hacia el colegio que estaba al final de la calle. No sabía si las piernas me iban hacia delante o hacia detrás. Mi árbol le dijo al árbol de enfrente que me iba al colegio y éste al de su lado, y éste al de su lado, y así todos. Por cada casa que pasaba su árbol movía las hojitas y me daba ánimos. Sin darme cuenta se me pasó todo el miedo que sentía, entré a clase contento y empecé a conocer a los niños del pueblo. Me encontraba tan acompañado que estaba feliz. Tenía razón mi madre, en ese pueblo iba a tener muchos amigos nuevos y me iba a encantar. Lo que no sabe mi madre es que este pueblo es un pueblo que pertenece a los árboles, son ellos quienes eligen a las familias y quienes las adoptan. Cada árbol cuida de una familia y cuando mueven  todos los arboles las hojas a la vez, no es el viento, es que los arboles están de fiesta y se ríen.

A. Machancoses