domingo, 7 de septiembre de 2014




LAS BOTAS ROJAS
Vuelvo a la rutina. Como cada mañana me dirijo al trabajo andando y, como cada mañana, me cruzo con todos los niños que se van al colegio. Es un placer ver la vida que desprenden los niños, ya de buena mañana están llenos de energía y de ganas de jugar. Últimamente me cruzo con una niña que siempre lleva unas botas rojas. Lo curioso es que esas botas rojas son botas de agua. No importa que llueva o que haga sol, la niña siempre las lleva puestas. Va andando por la acera dando saltitos y nunca la he visto acompañada por nadie. En su cara sólo se ve felicidad, está contenta y va a su ritmo hacia el colegio. Me gusta ver cómo disfruta de su mundo y, sin darme cuenta, siempre me provoca una sonrisa dulce. Sin embargo, empiezo a ver a algunos niños que se burlan y se meten con ella por llevar esas botas rojas. La niña sigue su ritmo y no hace caso. Bien hecho. Sí. Tiene la suficiente personalidad como para hacer lo que le gusta y no hacer caso a nadie. Lleva las botas porque sí y porque le gustan. Estamos en un mundo tan programado que no dejan espacio para la espontaneidad, y para la libertad. Seguramente, si la niña llevara unos zapatos normales, aunque no le gusten, aunque le hagan daño los pies, aunque sean heredados, nadie le diría nada. Si llevara cara de dolor o de sufrimiento, tampoco le dirían nada. Si fuera una niña triste, no dirían nada. Lo que ocurre es que es feliz y hace lo que le gusta. Parece ser que eso es un grave problema para los demás. Por mi parte, por las mañanas miro a ver si me la cruzo. Quiero verla y me gusta verla. Cuando veo de lejos esas botas rojas empiezo a sonreír y, cuando nos cruzamos, no puedo evitar pensar: ¡bien hecho!. La libertad que tiene y goza es un regalo para mí. Ha empezado a darse cuenta de que me quedo mirándola y que sonrío. El primer día que se dio cuenta se quedó unos segundos esperando mi reacción. No hubo reacción, sólo una sonrisa. El segundo día, volvió a ocurrir lo mismo. El tercer día ya no hubo sorpresa, nos mirábamos y nos sonreíamos. Nos habíamos hecho amigas en silencio. Ella me ayudaba a mí dándome esa alegría que llevaba y yo, por mi parte, no la juzgaba y la animaba a continuar. Desde mi interior deseaba que la niña no cambiara, que fuera capaz de hacer lo que le guste y no pensar en lo que los demás digan. Personas como la niña de las botas rojas son regalos que nos dan en el día a día. Son momentos de chispa de vida que te pueden recargar para el resto del día, y que pueden hacerte ver la vida de un modo diferente en cuestión de segundos.

Ahora me he comprado unas botas rojas. Sí, para que el día que no la vea o, simplemente, me apetezca acordarme de ella, ponérmelas. Para mí las botas rojas se han convertido en un símbolo de libertad. Son la piedra que me hace parar a pensar y, recordar, que la vida se puede vivir como uno quiere. Gracias, niña de las botas rojas.

A. Machancoses

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