viernes, 5 de septiembre de 2014





LA PERLA
Vuelve a llover. Los días como éste me recuerdan mucho a mi abuela, para nosotras un día de lluvia era un día de fiesta. Nos sentábamos delante de la ventana y se nos pasaba el tiempo viendo caer la lluvia. Mi abuela preparaba una merienda con su pastel de lluvia. Era de lluvia porque estaba lleno de pepitas de chocolate como si fueran las gotas de la lluvia. Recuerdo aquellos días con muchísimo cariño. Llegaba mi abuela y me decía: “Perla, creo que hoy vamos a merendar pastel de lluvia”. Y así ocurría. No, no me llamo Perla, sin embargo, mi abuela siempre me llamaba así. Cada vez que me llamaba me venía a la mente la imagen de una perla. Siempre me preguntaba en qué me parecería a una perla, yo no era regordeta, más bien lo contrario. Normalmente acababa pensando que me llamaba así porque tenía la piel muy blanca, era la única similitud que podíamos tener. Un día, sin más, le pregunté a mi abuela el por qué me llamaba Perla. Mi abuela empezó a reírse sin parar y, no, no era porque tenía la piel muy blanca. Así me lo explicó ella: “querida, no te llamo Perla ni por tu forma, ni por tu color de piel, ni nada por el estilo. Quiero que sepas que todo el mundo lleva una perla en su interior. Todas las personas guardan sus sentimientos en su interior, guardan sus pensamientos, sus anhelos, sus proyectos, sus planes, sus aspiraciones, sus deseos, su amor, y su pureza. Es en ese interior donde reside la pureza de cada persona, lo que realmente es y siente. A esa parte del ser tan puro de sentimientos es lo que llamo perla y tú eres mi Perla”.

En aquel momento no entendí muy bien lo que quería decir mi abuela, sólo entendí que en mi interior había un sitio muy bonito. A medida que pasaron los años empecé a comprender lo que mi abuela intentaba explicarme. Vivimos en un mundo donde es muy difícil o, mejor dicho, peligroso, mostrarse como uno es. Nos enfrentamos a todo tipo de personas y malos sentimientos que, con el tiempo, nos van haciendo sentir mal. Nos hacen encerrarnos en un cascarón sin poder decir, en muchas ocasiones, lo que realmente sentimos o queremos. Sin embargo, siempre nos queda esa perla, ese lugar en nuestro interior donde volvemos a ser nosotros, donde nos reencontramos y donde tenemos la paz que buscamos. Ahora entiendo por qué mi abuela siempre era positiva, siempre me motivaba y siempre intentaba sacar lo mejor de mí. Me enseñó a llegar hasta mí misma. Fue ella quien me regaló una perla para llevarla siempre colgada en el cuello. Cada vez que me ocurre algo en mi trabajo, en mi entorno o donde sea, cojo la perla entre mis dedos y siempre ocurre lo mismo: me sale una sonrisa desde lo más hondo de mí y recupero las fuerzas para seguir adelante. No quiero olvidar lo que soy ni quién soy.

A. Machancoses 

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