EL TIEMPO
Cuando llegaban las vacaciones quería hacer tantas
cosas que se me amontonaba todo. No sabía qué hacer antes y qué después. Me
tenía que sentar unos minutos para decidir por dónde empezar. Quería hacer todo
lo que había dejado de lado por estudiar. Mis padres me dejaban hacer lo que
quisiera, ya no tenía ninguna actividad extraescolar ni ninguna obligación. Era
yo quien tenía que gestionar mi tiempo y saber aprovecharlo. Visto así puede
que parezca una tontería, sin embargo, distribuir el tiempo, cuando se quieren
hacer tantas cosas, no es nada fácil. Recuerdo que el primer día no paraba de
ir de un lado hacia otro pero no me centraba en nada. Y, cuantas más cosas
quería hacer y menos hacía más nerviosa
me ponía, se me escapaba el tiempo y seguía sin hacer nada. Al final, estresada
por nada, salí a pasear y que me diese un poco el aire. El lugar era precioso
ya que estábamos muy cerca del mar y de las montañas. Sí, la casa quedaba
centrada entre las montañas y el mar. Si mirabas a un lado podías ver una
cordillera que empezaba siendo totalmente verde hasta que desaparecía el verde
y daba paso a picos nevados. Si mirabas hacia el otro lado se veían unas
grandes rocas y, enseguida, el sonido de las olas rompiendo. Ese día decidí
dirigirme hacia el mar, sentarme en una de las rocas y mirar el movimiento de
las olas. Me gustaba pensar que debajo de las olas había un montón de peces que
se mecían con el ir y venir del agua; para ellos era su tobogán, su parque
particular donde ir a columpiarse y a jugar un ratito. Al llegar a las rocas vi
a un niño sentado en una roca, no lo había visto nunca por allí y, después de
pensarlo un poco, me acerqué a él. Le dije hola y le pregunté su nombre. No se
movía y no me contestaba. Se lo volví a preguntar y, poco a poco, giró la
cabeza, puso su dedo índice en los labios con la intención de hacerme callar.
Entendí su indirecta y me senté a su lado en silencio. Estaba hipnotizado,
tenía la mirada fija en el horizonte del mar, y parecía estar en otro mundo. A
veces sonreía y, luego, volvía a dirigir su mirada al mar. Yo lo miraba más a
él que al mar, no entendía lo que le sucedía. Al cabo del rato me puse a mirar
las olas, a escuchar su sonido y a ver aparecer y desaparecer la espuma del
agua. El tiempo pasó volando, creo que me di cuenta de que había pasado el
tiempo porque me empezó a entrar hambre. Decidí ir a casa a comer y, en ese
momento, al ver que me movía, el niño me miró y dijo: “el mundo es precioso, no
existe el tiempo cuando lo observas. Te llena tanto su vida que todo pasa a
segundo plano y a no tener importancia. Es la mejor inversión del tiempo”. Y,
sin más, se levantó y se fue. Me quedé sentada intentando entender lo que había
dicho y, sobre todo, pensando que era un niño muy raro. De camino a casa iba repitiendo
sus palabras en mi mente. Cuando entré en casa vi la hora que era y no me lo
podía creer, eran casi las siete de la tarde y yo me había ido por la mañana.
Había pasado todo el día mirando el mar y no me había dado cuenta de que
pasaban las horas. Empecé a pensar que quizá el niño aquel tenía razón, era
posible que mirar el mar, meterse en su ritmo y mecerse en sus sonidos hacía
que no existiera el tiempo. Estaba sorprendida de ver que no me sentía mal, que
no tenía la sensación de haber perdido el tiempo, todo lo contrario, me sentía
como si me hubiera pasado la tarde jugando con una amiga. Aquel niño tenía
razón, el tiempo no era nada. Todas las cosas que quería hacer por la mañana,
todas las cosas que se me amontonaban y no sabía cómo hacerlas, ahora, me daban
igual. Nada era importante. Había descubierto lo bonito que era el mundo, era
como jugar con él, conectarse y dejarse llevar por su belleza y por su
grandeza. Aquellas vacaciones no hice un amigo nuevo para jugar, ese año hice
un amigo con quien observar y disfrutar de la belleza del mundo.
A.Machancoses