martes, 25 de noviembre de 2014







EL TIEMPO

Cuando llegaban las vacaciones quería hacer tantas cosas que se me amontonaba todo. No sabía qué hacer antes y qué después. Me tenía que sentar unos minutos para decidir por dónde empezar. Quería hacer todo lo que había dejado de lado por estudiar. Mis padres me dejaban hacer lo que quisiera, ya no tenía ninguna actividad extraescolar ni ninguna obligación. Era yo quien tenía que gestionar mi tiempo y saber aprovecharlo. Visto así puede que parezca una tontería, sin embargo, distribuir el tiempo, cuando se quieren hacer tantas cosas, no es nada fácil. Recuerdo que el primer día no paraba de ir de un lado hacia otro pero no me centraba en nada. Y, cuantas más cosas quería hacer y menos  hacía más nerviosa me ponía, se me escapaba el tiempo y seguía sin hacer nada. Al final, estresada por nada, salí a pasear y que me diese un poco el aire. El lugar era precioso ya que estábamos muy cerca del mar y de las montañas. Sí, la casa quedaba centrada entre las montañas y el mar. Si mirabas a un lado podías ver una cordillera que empezaba siendo totalmente verde hasta que desaparecía el verde y daba paso a picos nevados. Si mirabas hacia el otro lado se veían unas grandes rocas y, enseguida, el sonido de las olas rompiendo. Ese día decidí dirigirme hacia el mar, sentarme en una de las rocas y mirar el movimiento de las olas. Me gustaba pensar que debajo de las olas había un montón de peces que se mecían con el ir y venir del agua; para ellos era su tobogán, su parque particular donde ir a columpiarse y a jugar un ratito. Al llegar a las rocas vi a un niño sentado en una roca, no lo había visto nunca por allí y, después de pensarlo un poco, me acerqué a él. Le dije hola y le pregunté su nombre. No se movía y no me contestaba. Se lo volví a preguntar y, poco a poco, giró la cabeza, puso su dedo índice en los labios con la intención de hacerme callar. Entendí su indirecta y me senté a su lado en silencio. Estaba hipnotizado, tenía la mirada fija en el horizonte del mar, y parecía estar en otro mundo. A veces sonreía y, luego, volvía a dirigir su mirada al mar. Yo lo miraba más a él que al mar, no entendía lo que le sucedía. Al cabo del rato me puse a mirar las olas, a escuchar su sonido y a ver aparecer y desaparecer la espuma del agua. El tiempo pasó volando, creo que me di cuenta de que había pasado el tiempo porque me empezó a entrar hambre. Decidí ir a casa a comer y, en ese momento, al ver que me movía, el niño me miró y dijo: “el mundo es precioso, no existe el tiempo cuando lo observas. Te llena tanto su vida que todo pasa a segundo plano y a no tener importancia. Es la mejor inversión del tiempo”. Y, sin más, se levantó y se fue. Me quedé sentada intentando entender lo que había dicho y, sobre todo, pensando que era un niño muy raro. De camino a casa iba repitiendo sus palabras en mi mente. Cuando entré en casa vi la hora que era y no me lo podía creer, eran casi las siete de la tarde y yo me había ido por la mañana. Había pasado todo el día mirando el mar y no me había dado cuenta de que pasaban las horas. Empecé a pensar que quizá el niño aquel tenía razón, era posible que mirar el mar, meterse en su ritmo y mecerse en sus sonidos hacía que no existiera el tiempo. Estaba sorprendida de ver que no me sentía mal, que no tenía la sensación de haber perdido el tiempo, todo lo contrario, me sentía como si me hubiera pasado la tarde jugando con una amiga. Aquel niño tenía razón, el tiempo no era nada. Todas las cosas que quería hacer por la mañana, todas las cosas que se me amontonaban y no sabía cómo hacerlas, ahora, me daban igual. Nada era importante. Había descubierto lo bonito que era el mundo, era como jugar con él, conectarse y dejarse llevar por su belleza y por su grandeza. Aquellas vacaciones no hice un amigo nuevo para jugar, ese año hice un amigo con quien observar y disfrutar de la belleza del mundo.


A.Machancoses

martes, 18 de noviembre de 2014


                     
COMPAÑEROS DE PISO

Siempre había escuchado una frase que me llamaba mucho la atención: “hay que mirar y saber ver”. Cuando lo escuchaba no conseguía alcanzar a saber qué quería decir, y dónde estaba la diferencia entre mirar y ver. En mi ignorancia, y para mí, me decía: “si yo miro, ¿qué he de ver?¿qué está oculto?”. De verdad que tenía mucha curiosidad, lo había leído en muchas ocasiones, y cuando lo dicen algo debe haber. Al final lo di por imposible y pasó un poco al olvido. Sin embargo, un día  al salir a andar por una ruta que pasaba, en gran parte, muy cerca de un parque natural, encontré a un hombre muy peculiar. Iba unos cincuenta metros delante de mí, andaba apoyándose en un bastón y calzaba sandalias. Lo primero que me llamó la atención fueron las sandalias, no es normal andar por las rutas con sandalias, yo iba con unas botas de montaña, ropa de montaña, mochila, cantimplora, gafas, cremas, comida, gorra, etc.. Aquel hombre no llevaba nada, sólo el bastón. Además, andaba sin parar de mirar hacia los lados, parecía que no quería que se le pasara algo sin ver. He de confesar que lo primero que pensé es que este hombre no estaba muy bien. Mi intención era adelantarlo, seguir la ruta y no decirle nada. Cuando ya estaba a su altura, casi adelantándolo, me miró, se paró y sólo dijo: “ya”. Entonces lo miré con incertidumbre y me dijo: “no, no me has visto”. De repente me vino a la mente la frase de mirar y saber ver. Otra persona que decía lo mismo. No pude irme sin más y le dije: “perdone, sí que lo he visto”. Y aquí empezó su explicación, me dijo que yo no lo había visto a él que, simplemente, había visto lo que quería ver o lo que más cómodo me resultaba. No lo había visto a él, era más de lo que mi mente se había parado a apreciar. “Sólo has visto a un hombre raro, no visto como tú, no llevo mochila, no llevo comida, voy con sandalias… Has mirado pero no has visto. No has visto que estoy disfrutando del viaje, que me sorprendo con lo maravillosa que es la naturaleza, no has visto ningún animal desde que saliste de casa y está lleno…”. Me quedé sin palabras, era verdad, no me había dado cuenta de lo que hacía y, tampoco había visto ningún animal. Al ver que yo era incapaz de decir nada, que me había quedado helado me propuso que hiciera la ruta junto a él y me enseñaría a ver. La curiosidad era tan grande que le dije que sí. Ahora creo que nunca olvidaré aquella excursión. Empezamos a andar juntos y cuando menos lo esperaba se paraba, se quedaba mirando algo y no se movía hasta que yo me daba cuenta de lo que había. Empecé a ver flores silvestres que jamás había visto con anterioridad, vi lagartijas de varios colores diferentes, vi caracoles, vi pájaros que no sé ni qué eran, vi árboles que tampoco sabía lo que eran, me enseñó a conocer hierbas medicinales, vi huellas de animales, vi una liebre que para mí era un conejo hasta que me explicó las diferencias, vi nidos, vi arañas, y cuando se hizo hora de comer empecé a sacar comida de la mochila y me dijo que no, que ese día éramos invitados de la naturaleza. Lo guardé todo y lo seguí. Se metió por una senda estrecha hasta llegar a una pared llena de moras. Nunca había visto tantas moras, tan grandes y tan buenas, estaban dulces y sabrosas. Al rato saqué la cantimplora para beber agua y volvió a decirme que no. Seguimos un poco más adelante y había un nacimiento de agua. Era agua fresca y la más clara que había visto. Estaba buenísima. Nos sentamos un rato y vimos beber a los pájaros. Se me pasó el día volando, estaba disfrutando tanto que no me di cuenta de que ya habíamos llegado al final de la ruta. No podía evitar sonreír y sentirme feliz, había disfrutado como nunca. El hombre se me quedó mirando y me dijo: “creo que ya me puedo ir, ya has aprendido a ver”. Le di las gracias por todo y se fue. No me había hecho falta nada de lo que yo pensaba que era imprescindible, ni botas, ni agua, ni comida, ni gorra… Jamás habría pensado que a mi alrededor hubiera tantos animales y tanta vida. El hombre tenía razón, no somos los dueños de nada, no somos quien manda de los animales, todos vivimos en el mismo lugar y somos compañeros de piso. La naturaleza en nuestra casa y, si te fijas, si te paras a mirar, lo puedes ver. Ese día comí de la tierra y vi a todos los compañeros de piso que por allí estaban. Por fin, comprendí el hecho de saber ver, de mirar y ver, y, tenían razón, es maravilloso.


A.Machancoses

RESEÑA DE LA NOVELA "AQUÍ Y ALLÍ" EN LA PÁGINA WEB LITERARIA "ANIKA ENTRE LIBROS"




http://www.anikaentrelibros.com/aqui-y-alli



GRACIAS

jueves, 13 de noviembre de 2014






LA ESENCIA DE LA VIDA: EL AGUA

Empezó el mundo a funcionar. Todo era nuevo y nada había ocurrido antes. La naturaleza empezaba su camino y su vida. Estaba entusiasmada porque iba a ser el hogar de toda clase de seres, habría toda clase de animales y toda clase de plantas. Tenía mucho que hacer y mucho que decidir. Primero tenía que distribuir a los animales por su territorio, pensar qué zona asignaba a cada grupo y cómo vivirían juntos. Cada tipo o cada grupo le iba diciendo a la tierra cómo les gustaría o cómo se lo imaginaban. Después, la tierra, iba pensando la mejor forma de que todos estuvieran contentos y de que todos disfrutaran de una vida maravillosa. A unos los mandó al desierto, a otros a las montañas, a otros a la costa y, por fin, a otros al mar. No era nada fácil conseguir un equilibrio feliz, sin embargo, lo consiguió. Todos estaban contentos con su hogar y con sus acompañantes. La tierra disfrutaba viendo cómo todos se adaptaban, y todo se puso en marcha. Pero, como en todos los sitios, hubo algunos que necesitaban más, no se conformaban con un único lugar. La tierra pensó y pensó hasta que dio con la solución, les pondría alas y, de ese modo, harían migraciones de un lado a otro a lo largo del año. Los pájaros, lejos de asustarse por las grandes distancias a recorrer, se pusieron muy contentos. Serían viajeros en un mundo nuevo y visitantes de todos los lugares, estaban encantados. Algo que le resultó muy divertido a la tierra fue organizar los árboles y las plantas. Tenía que pensar cómo agruparlos para que, además de que fueran felices, pudiesen ayudar a los hombres. La tierra ya sabía que esta especie sería la más complicada, y que necesitaría de toda la ayuda posible. Quería ayudar en todo lo que estuviera a su alcance y pidió a los árboles frutos de todo tipo, color y sabor. A las plantas, que las consideraba como sus pequeñas amigas, les pidió que se esforzaran en buscar todas las sustancias necesarias para curar cualquier tipo de enfermedad. Todos estaban en marcha en la construcción de un gran hogar. La tierra estaba muy contenta, todo iba saliendo bien y todo se iba poniendo en marcha. Si surgía algún problema lo iba solucionando del modo más eficaz y todo iba encajando. Sin embargo, la tierra no paraba de pensar en encontrar un método, una forma, o un camino para hacer llegar hasta todos los habitantes su fuerza y su vida. Necesitaba encontrar el modo de que su esencia y vida llegase a todos. Estaban en contacto con ella pero necesitaban más para no olvidar que pertenecían a un todo y a un equilibrio global. Tras mucho tiempo de analizar la situación y de pensar en la mejor solución la tierra dio con la respuesta; Inventó la sed. Sí, todos tendrían en común el hecho de beber agua, todos necesitarían el agua en su cuerpo. De este modo el agua les llevaría hasta lo más profundo de su interior la vida de la tierra y su esencia. El agua les transmitiría la fuerza y los seguiría manteniendo en contacto con ella. Dónde hubiera agua habría vida y alegría. Los animales vivían cerca de algún rio, lago o charca; para que los arboles bebieran agua la tierra se encargaría de que lloviera y, el resto, podría moverse en su busca. Distribuyó nacimientos de agua por todos los sitios y se encargó de que la vida llegase a todos los lugares. La tierra estaba feliz, el agua alimentaría los dos tipos de sed, la física de cualquier ser vivo, y la sed de vida interior. El agua es vida y con ella todo se logra. La tierra nos cuida, sí, siempre encuentra el modo de hacernos llegar aquello que necesitamos. Por eso no la llaman simplemente naturaleza, sino madre naturaleza. Una madre adorable, sin duda.


A.Machancoses

martes, 11 de noviembre de 2014





CARICIAS DE SUEÑO


Todas las noches soñamos, aunque no nos acordemos al despertarnos. Nos dejamos llevar por el sueño, vivimos mil aventuras y abrimos los ojos, la mayoría de las veces, sin saber ni recordar nada. Sin embargo, sí que recuerdo un día de verano en el que soñé. Estábamos en un parque natural, en plena naturaleza, con la intención de olvidarnos del mundo por unos días. Después de un largo año de trabajo teníamos ganas de descansar y disfrutar de la naturaleza. Ese día cogimos las mochilas y nos fuimos de ruta de senderismo hacia lo alto de las montañas. El camino era empinado pero, aun así, íbamos a buen ritmo. Llegamos a una ladera de una montaña, con unas vistas preciosas, y decidimos parar a comer allí. Estaba lleno de hierba verde y tierna; tendría unos treinta centímetros de alta. Era un sitio ideal para parar a descansar y a comer antes de continuar la ruta. Comimos un poco y me acosté en la hierba con el fin de reponer fuerzas ya que aún quedaba un buen trozo de ruta por hacer. Corría una brisa muy agradable lo que hizo que sin darme cuenta me durmiese, no me di cuenta ni de que me había dormido. Empecé a sentir un cosquilleo muy agradable por todo mi cuerpo, parecía que me estuvieran pasando una pluma por todo el cuerpo. Sentía como si flotase. Luego, empecé a sentir las caricias por los hombros, por el cuello, por el pecho y por la cara. He de confesar que era muy agradable y estaba relajado sintiendo el lugar. No me planteaba ni qué podía ser lo que me acariciaba y, mucho menos, si era algo malo. Era genial. Cuando ya llevaba un rato así empecé a escuchar una vocecita que parecía provenir de alguien muy pequeñito. La voz me decía: “¿tú también has venido a jugar con el viento?”. No entendía nada, ahí sí que pensé que lo había soñado y que había dado una cabezada. A los pocos minutos, la volví a escuchar y decía: “¿no quieres jugar?”. En ese momento ya me atreví a contestar: “¿Quién eres?”. La vocecita me dijo que era la hierba; “soy la hierba de esta ladera y estoy jugando con el viento”. No dije nada, me quedé en silencio intentando olvidar o, quizá, dejar de imaginar. Al poco rato sentí que parte de mí estaba jugando con la hierba y con el viento; se trataba de perseguirse, alcanzarse y dejarse caer. La hierba, por su lado, perseguía al viento hasta que daba con él. No entendía nada, sólo sabía que me lo estaba pasando muy bien. Ahora entendía las formas que adoptaba la hierba en las laderas de las montañas, no se trata de que el viento la mueve, es todo lo contrario, la hierba persigue al viento para alcanzarlo y por eso forma esa especie de ola levantándose y agachándose. El viento, por su lado, se reía y se metía con la hierba: “uf, has estado cerca pero no me has alcanzado. Has de crecer más”. La hierba enfurecía y, en la siguiente envestida, el viento se veía muy apurado para no ser alcanzado. Yo no sabía por qué pero seguía jugando, feliz y con una gran paz. Y, de repente, noto una mano en el hombro que me estaba moviendo y diciéndome que me despertara, que teníamos que continuar con la ruta. Estaba dormido, me había quedado dormido en la hierba y lo había soñado todo. Sentí un poco de pena, lo había pasado tan bien que me apenaba que no fuera verdad. Miré hacia el horizonte para ir despertándome del todo y, sorpresa, oigo la vocecita: “no, mira”. En ese momento empezó una envestida de la hierba y casi, por muy poco no alcanzó al viento. Empecé a reír sin parar y estaba lleno de alegría. Hoy, cuando lo pienso, todavía no sé hasta qué punto fue todo real o, simplemente, era todo un sueño. Lo que sí que es verdad es que, ahora, cuando veo la hierba moverse pienso que están jugando. Prefiero pensar que la hierba juega y que me acarició.


A.Machancoses







domingo, 9 de noviembre de 2014




¿SIMPLES PIEDRAS?

-       Hola, ¿cómo estás?

-       Hola, estoy muy bien, me da el sol por detrás y ese calorcito es lo mejor que hay. Estoy disfrutando.


-       Es verdad, el calor del sol es maravilloso. A mí me recarga al máximo y, además, me hace sentir tan bien que parece que esté en otro mundo. A ver si gira un poco  el sol y me da también a mí.

-       Mi abuela que siempre estaba a mi lado, hasta que se la llevaron, siempre me decía lo mismo: “no hables ahora, calla, disfruta de los rayos del sol, siente cómo con su calor los rayos del sol entran dentro de ti y da sentido a tu vida”.


-       Sí, me acuerdo de tu abuela, era un ser especial. Tenía muy claro cuál era su misión en este mundo y, encima, lo disfrutaba.

-       A mí me costó entender cuál era el motivo de nuestra vida pero, al final, lo entendí. Nuestra vida es una vida de servicio y de ayuda. No puedo negar que en un principio me pareció una tontería, me veía tan pequeña que no alcanzaba a comprender cómo podría ayudar. Sin embargo, con el tiempo he visto que puedo ayudar y me hace sentir fenomenal.


-       Somos una de las pequeñas cosas de la vida que le dan ese toque especial y que hay que saber disfrutar.

-       ¿Recuerdas la mujer que solía venir por las mañanas? Llegaba y se sentaba aquí al lado. Al principio no hablaba, estaba sentada un rato y luego se marchaba. Más tarde, poco a poco, se puso a hablar y nos contaba su vida y todo lo que le preocupaba. Mi abuela se pasaba todo el rato ayudándola y dándole ánimos. Llegaron a tener una relación muy estrecha y se compenetraban muy bien.


-       Lo recuerdo. Hasta que la mujer se tenía que ir a otra ciudad y decidió llevarse a tu abuela con ella.

-       Sí, mi abuela encontró otra misión en su vida. Se fue con ella para ayudarla. El día que se fue estaba pletórica de felicidad. La echo de menos pero saber que está llevando a cabo su misión en la vida, que está ayudando y que está feliz, me ayuda a sonreír cuando pienso en ella.


-       Tu abuela es de las que ayuda hasta no poder más, lo da todo y, luego, con un poco de sol le basta, sabe reponerse enseguida para continuar.

-       Querido amigo,  es una lástima que todavía existan personas que sólo nos vean como unas simples piedras. Nos ocupamos de ellos, los limpiamos, les atraemos lo bueno, echamos fuera la negatividad, ayudamos en sus planes, somos amigas, y…


-       Espera espera, ya me da el sol. Disfrutemos, recarguémonos… luego hablamos…


A.Machancoses

miércoles, 5 de noviembre de 2014




CON OTROS OJOS

Todos los días, en cuanto tenía tiempo, me quedaba mirando el otro lado de mi mundo. Yo vivía en un sitio precioso pero lo que se veía fuera parecía increíble. Me quedaba horas mirando, estaba hipnotizada con todo lo que podía ver desde la tranquilidad de mi casa. Muchas veces venía alguien, del otro lado, y se sentaba a pocos metros de mí. Estaba acostumbrada a que vinieran personas por allí y, no es por nada, es que mi casa es preciosa. Llegaban, se sentaban y se ponían a contemplar. Era curioso, yo miraba su mundo y ellos miraban el mío. Venía toda clase de personas, había quien estaba feliz y había quien venía buscando la tranquilidad que le hacía falta. Los que eran felices miraban el horizonte, no querían perderse nada del entorno. En realidad, yo jugaba a que éramos amigos y estábamos compartiendo un rato de juego. Sin embargo, los que venían un poco tristes me daban mucha pena. Normalmente se sentaban, se hacían una bolita y en contadas ocasiones miraban. Ah! Que no se me olvide, había dentro del grupo de las personas tristes los que se dedicaban a echar piedras al agua. No tienen ni idea de lo mal que me caían. Empezaban a echarnos piedras, todos nos movilizábamos y, hasta teníamos una voz de alarma cuando llegaba uno de estos. Nadie podía despistarse porque no sabíamos dónde iba a caer la piedra. Ojalá hubiera podido salir a decirle que no se echan piedras en casa de nadie. Nuestro mundo se paraba hasta que se iba y todo volvía a la normalidad. Ya me gustaría que alguien me explicara qué tiene de divertido lanzar piedras. En el fondo me daban pena. No tenía ni idea de qué podía ocurrir en su mundo para llegar a estar tan triste. Lo que se veía desde el otro lado era todo precioso, asomaban colores maravillosos, plantas y árboles que jamás hubiera podido imaginar y animales de todas clases. Sí, los animales que se acercaban eran bastante graciosos, cada uno tenía un toque especial. Los momentos que eran entrañables era cuando se acercaba algún niño y metía los pies. Se quedaban alucinados al verme y a mí me encantaba que me quisieran coger mientras les rozaba los pies. No sé qué les ocurre a las personas cuando crecen, nunca lo entenderé, su mundo también es precioso. ¿Qué les puede faltar?. Mi madre venía alguna vez conmigo a mirar su mundo y siempre me decía lo mismo: “no te preocupes, sólo han de reencontrarse”. No entendía muy bien lo que me quería decir, sin embargo, a medida que fui creciendo lo pude entender, su pelea era con ellos mismos. Espero que no tarden en disfrutar de su mundo porque es fantástico, como el mío, aunque yo solo soy un pez.

A.Machancoses


martes, 4 de noviembre de 2014





GENTE ESPECIAL

Llega el viento de poniente. Llega el viento de levante. Las nubes marcan agua. Los pájaros avisan de que va a llover. Mira el sol, son las dos. Con la luna llena se ha de sembrar. Espera unos días que la siembra dará más frutos. Los animales se van, vámonos. Llega tormenta. No vivas a la orilla de un rio. Marca piedra. Oh, sí. Así era mi amigo de los veranos. Cuando terminaba el colegio nos trasladábamos a una cabaña que estaba cerca de un lago. Era un lugar precioso lleno de pinos y lleno de posibles aventuras. No había muchos niños por la zona pero no me importaba, me había hecho amigo de un vecino. No sé la edad que podría tener, solo sé que era muy mayor o, al menos, a mí me lo parecía. Había pasado toda su vida allí cultivando sus tierras y disfrutándolas. Siempre me decía lo mismo: “cuido de la tierra, le doy todos los mimos y ella, a cambio, me da muchísimo más de lo que yo le doy. Soy como un hijo que siempre está pidiendo”. He de reconocer que cuando me lo decía me quedaba en silencio y no entendía lo que quería decir. Fue con el tiempo cuando fui comprendiendo todo lo que me decía. Era verano y teníamos que recoger la cosecha, yo estaba entusiasmado porque era la primera vez que iba a ir. Tenía que levantarme al amanecer y acudir a su casa para ir con él. Y, así lo hice. Apenas clareaba yo ya estaba a la puerta de su casa. Sin embargo, salió y me dijo que no era buen día que volviera al día siguiente. Me fui a casa cabizbajo pero no dije nada. Al día siguiente hice lo mismo, y tampoco era un buen día. Y volví a la siguiente mañana, y lo mismo, sin embargo, no me fui sin más y me senté en el suelo. Mi vecino empezó a reírse, me hizo entrar en su casa para desayunar y me dijo: “si cosechamos se echará todo a perder, la noche ha tenido rocío y hay que esperar. No mandamos nosotros manda la tierra. Cogeremos los frutos cuando ella quiera”. De nuevo tenía razón, si lo recogíamos húmedo se echaría todo a perder. Pasados tres días pudimos recoger toda la cosecha. Me sentí que formaba parte de un todo y que todo tenía un ritmo y un tiempo. Era muy duro pasar el día recogiendo la cosecha, pero era grandioso. Me descalzaba y sentía la tierra en mis pies. A veces creo que me volvía un poco animal en el campo, y no había manera de estar encerrado en casa salvo para comer. Era ciudadano de aquel lugar y libre como todo lo que allí vivía.
Ese verano también me enseñó a buscar agua. Tenía que hacer un pozo para que no le faltase el agua al año siguiente. Acudí a su casa y nos fuimos al campo, se descalzó, cogió un palo con ambas manos y se puso a andar. Pero, antes me miró queriendo decir “silencio”. Yo lo seguía, despacio, parecía estar en otro mundo. Andábamos, de repente paraba, se movía un poco el palito y decía: “no, no hay suficiente”, y seguía. Estuvimos horas buscando y dando vueltas. Yo le miraba la cara, quería saber qué estaba pensando. Por fin, esa tarde dimos con un sitio en el que el palo se movía con más fuerza y le salió una sonrisa enorme. Era el lugar idóneo para hacer un pozo, había mucha agua, decía. Estaba entusiasmado, me miró y me dejó coger el palo con las manos. Me hizo andar, me enseñó a ser uno con el palo, a sentir lo que notaba el palo, y a ver cómo al llegar al agua éste se ponía a saltar. Era una sensación maravillosa, yo estaba alucinado. Al día siguiente me pasee todos los alrededores de la cabaña buscando agua. No encontré claro, el lago estaba a pocos metros. Sabía encontrar agua, impresionante.
Mi vecino era de la gente especial, de la que te enseña, de la que es un placer estar a su lado porque te enseñan hasta con la mirada. Aprendí muchísimo de él. Sabía cuándo iba a llover, cuando era el día idóneo para plantar, por qué los pájaros hacían lo que hacían, etc. Era parte de la tierra y, efectivamente, no me hacía falta nada más. Luego, en invierno, cuando estábamos en el patio del colegio miraba las nubes y les decía a mis amigos cuando iba a llover. Para ellos simplemente eran nubes que pasaban. Qué orgulloso me sentía de mi amigo. Todo lo que me enseñaba me servía en la vida. Simplemente, me daba parte de su sabiduría, y felicidad, mucha felicidad.


A.Machancoses