martes, 30 de diciembre de 2014




  
UN ESPECTÁCULO


No suelo mirar al cielo, soy de las personas que siempre van pensando en su trabajo, que siempre tiene prisa porque tiene que ir a algún sitio antes de volver a casa, en resumen, que me fijo muy poco en mi entorno. Y hoy he aprendido que puedo dejar de lado ese mundo que siempre llevo encima, y que vivo. Por casualidad, he tenido que esperar a un compañero de trabajo en la puerta de unas oficinas porque me hacía falta la documentación que él llevaba; mientras esperaba me he sentado en un banco de la calle, cosa que creo que no había hecho desde que era pequeño. He estado mirando un rato a las personas que iban pasando por delante hasta que, sin saber por qué, me he puesto a mirar el cielo. Me he recostado en el banco, me he puesto cómodo y he empezado a mirar el cielo. Esto es rarísimo en mí, soy de los que miran mucho las formas y recostarme en un banco no entra en mi manera de actuar, pero así ha sido. El sol estaba bajando ya por el oeste, faltaba poco para que se pusiera. Como en cualquier atardecer los colores del sol son muy diferentes a los que existen a pleno día. Los pocos rayos de luz que aún quedaban chocaban y se reflejaban con los grupos de nubes que había. Empezaron a aparecer los colores anaranjados, rosas, dorados, amarillos y violáceos. Lo cierto es que era todo un espectáculo. Continuo pensando que existen más colores de los que conocemos y que algunos no tienen nombres, que nuestros ojos son incapaces de captarlos y, mucho menos, de catalogarlos. Tenía un contraste enorme entre lo que podían ver mis ojos y lo que podía escuchar. Ante los ojos tenía todo un espectáculo de colores y diferentes formas con las nubes, y por mis oídos sólo podía escuchar el ruido del tráfico y de la gente pasando. Las nubes no paraban de moverse y de crecer cambiando la tonalidad de colores a medida que el sol iba desapareciendo. Me recordaban a la cocina de mi casa cuando era pequeño. Tenía la costumbre de hacer mis deberes en la cocina mientras mi madre preparaba la comida y aquellas nubes eran iguales a las que salían de la olla de mi madre. El caldo hervía formando grandes burbujas que dejaban escapar las mismas burbujas pero en forma de nube. Las nubes que tenía sobre la cabeza eran iguales, como si se acabaran de escapar de alguna olla gigante. De repente empezaron a llegar los olores de mi casa, los sonidos de la cocina y los recuerdos de mi habitación. Mi madre cocinaba muy bien aunque mi padre decía que la olla era mágica, que tenía alguna frase mágica para cocinar que él no conocía, porque cuando él cocinaba las cosas no salían igual, ni mucho menos. Es curioso cómo estando en la calle todos mis sentidos estaban en mi infancia, con mi familia y en mi casa. Notaba una gran sensación de tranquilidad, emoción y felicidad. Las nubes de los pucheros de mi madre eran inigualables, como las nubes que tenía delante. Simplemente estaba feliz, sonriendo y sin darme cuenta del tiempo. Cuando llegó mi compañero de trabajo, y tuve que continuar con mi trabajo, me sentía como si fuera otra persona. Tenía una gran paz, con sosiego y sin prisas, algo muy extraño porque siempre voy con prisas para todo. Las nubes le han quitado importancia a las cosas que no la tienen, me han hecho tener ganas de llegar a casa y disfrutar de los míos. No cambio por nada del mundo las nubes de la olla de mi madre, y no cambio por nada del mundo las nubes y los colores del sol que llevan puestos. Sí. Hoy he aprendido a mirar a mi alrededor.


A.Machancoses

miércoles, 24 de diciembre de 2014

martes, 16 de diciembre de 2014





ABETOS

Formábamos un grupo extraordinario. Sin saberlo habíamos aparecido un grupo sin precedente en el lugar. Entre nosotros había de todo y nos compensábamos. El más alto nos avisaba de lo que se acercaba o de todo lo que ocurría a nuestro alrededor y no podíamos ver. El más bajito era el que intentaba recoger todas las cosas. El más positivo intentaba animar al resto. El más gracioso nos hacía reír y los días pasaban volando. El más pesimista nos alertaba de peligros con sus palabras, aunque no le hacíamos mucho caso. Éramos tan diferentes que creo que esa era la clave para haber formado la piña que formábamos. Cada uno aportaba una parte imprescindible para el grupo y, sobre todo, para nuestra felicidad. Todo el mundo estaba asombrado de ver el ambiente que se había formado y, lo que es más importante, de lo que transmitíamos al resto. No había día que no viniese alguien a visitarnos, no sabían el por qué pero tenían la necesidad de pasar por donde estábamos. Sólo había una cosa que no nos gustaba a ninguno de todos, sin embargo, he de confesar que después acabó gustándonos a todos. Cuando llegaba el final del año nos obligaban a disfrazarnos, y no nos podíamos negar. A ninguno de todos le hacía gracia el disfraz que nos tocaba; encima todos los años era el mismo. Cuando llegaban los disfraces nos mirábamos unos a otros en silencio, no nos hacía falta ni hablar. La única diferencia de un año a otro era la persona que venía a disfrazarnos y, por supuesto, había quien lo hacía mejor que otros. Todos teníamos ganas de que pasara pronto y de que nos quitaran el disfraz; hasta que llegó el día que nos cambió a todos. Ese año había sido un año muy duro, las cosas no iban nada bien y la gente lo estaba pasando muy mal. El invierno también estaba siendo muy duro y se respiraba un ambiente enrarecido. La gente estaba desanimada, cansada y, quien podía, conservaba su esperanza de mejorar. Ese año todo el mundo le daba mayor importancia a nuestros disfraces, se tomaban más tiempo en disfrazarnos, cada detalle estaba estudiado y, además, a cada adorno que nos ponían lo hacían con una intención. Al mismo tiempo, ese año venía mucha más gente a vernos, nos rodeaban, se sentaban junto a nosotros y, en silencio, nos hablaban sobre sus preocupaciones. Lo que más nos sorprendió fue que ese año había mucha más compasión y ayuda entre ellos. Nos sentíamos queridos y respirábamos el respeto y cariño de unos con otros. Era un año malo que todos querían superar y seguir adelante. Y, nosotros, éramos el punto de unión, éramos aquello que les hacía recordar lo que realmente era importante en la vida. Habíamos concentrado lo que realmente era el espíritu de la navidad, el amor. Hasta aquel año nos habíamos sentido como unos abetos a los que venían a colgarles unas bolas, mal puestas, y algo de luz. Nos torturaban y se iban. Sin embargo, ese año comprendimos que éramos mucho más importantes, que no éramos unos simples adornos, y que representábamos el espíritu de la navidad. Que en cualquier momento acudirían a nosotros. Que éramos los guardianes y los portadores de algo muy importante. Descubrimos el verdadero amor y, encima, éramos portadores de él. A partir de ese año a todos nos gustaba la navidad y los adornos navideños, anhelábamos que llegase cada año para poder volver a sentir ese amor tan especial que se creaba. Y, es verdad, el amor lo mueve todo.


A.Machancoses




jueves, 11 de diciembre de 2014






LA HIGUERA


Cada vez que acudo al mercado a comprar y paso por el puesto de fruta me acuerdo de mi abuelo. Siempre nos sentábamos debajo de una gran higuera en los veranos. Su sombra era enorme y se estaba fresquito, además también comíamos algún higo que, por cierto, eran más que sabrosos. Luchábamos un poco con los pájaros y las hormigas porque también se los querían comer, sin embargo, en la higuera había suficiente para todos. Mi abuelo era muy mayor y me contaba historias de su vida. Tenía ochenta años a pesar de que no los aparentaba. Había tenido una vida muy diferente a lo habitual, la mayoría de los abuelos de mis amigos no habían viajado casi y apenas habían salido de la misma ciudad. Mi abuelo había hecho casi completamente lo contrario, se había pasado más parte de su vida viajando que en casa; creo que estaba en casa porque ya no podía viajar por sus achaques. Viajó muchísimo, conoció casi todas las culturas, hablaba varios idiomas y tenía amigos muy peculiares. Alguna vez había venido a su casa alguno de sus amigos y siempre era un acontecimiento. Puedo asegurar que vi a hombres vestidos de todos los modos, personalmente, el que más me gustó fue un hombre muy alto con una sonrisa enorme, con chanclas, con una especie de blusón que llevaba más colores de los que existen, y unas gafas sin patillas. Me tenían hipnotizado aquellas gafas, desafiaban a la gravedad y no se le caían. Me encantaba escuchar a mi abuelo hablar con sus amigos en otros idiomas, me sentía orgulloso de él.
A pesar de estar tanto tiempo fuera de casa, no sé cómo lo hizo, fue capaz de llenar la vida de mi abuela. Era una mujer feliz y también tenía algo peculiar, su mirada parecía leer tus pensamientos antes de que tú los crearas, era increíble. Alguna vez también se sentaba con nosotros debajo de la higuera y se dedicaba a sonreír y a escucharnos en silencio. Lo mejor de las historias de mi abuelo es que de todas se aprendía, siempre llevaban un mensaje. Un día le pregunté a mi abuelo que cuantas personas había conocido en su vida, me miró durante unos segundos y me dijo: “mira, si las contara serían muchas o muchísimas, no sé si sería capaz de contarlas. Sin embargo, sí que te puedo decir algo de todas ellas; cada persona que conocí lo hice en el momento preciso que me hacía falta y me enseñaron lo que en ese momento necesitaba saber y aprender. Todos te pueden enseñar y, querido nieto, tengo una libreta donde escribí el nombre de cada uno y lo que en aquel momento me enseñó. Unos me enseñaron paciencia, otros bondad, otros caridad, algunos el lado oscuro de la vida, otros fe, y gracias a todos ellos hoy soy quien soy. A todos los llevo en mi corazón y todos forman uno, que soy yo”. Tras su contestación me quedé en silencio pensando, quizá era así, a mí mi compañero de clase me había enseñado a observar. Ese día creé mi propia libreta, y mi abuelo es el primer nombre de mi libreta.

 A. Machancoses







sábado, 6 de diciembre de 2014



  
ROCÍO

La vida continuaba. Los días pasaban. El tiempo avanzaba sin pausa pero con pauta. Todo fluía y todo se sucedía. Podías elegir vivir la vida como espectador o elegir involucrarte en ella. Quizá no vivir también es otro modo de vivir. Sin embargo, aunque yo no avanzaba la vida sí que lo hacía y, sorprendentemente, tenía unos planes para mí diferentes a los que yo pensaba. Todo lo que me había imaginado sobre mi quedó en el recuerdo, la vida había abierto otro camino y lo seguí. La aventura acababa de comenzar y quería que la vida me sorprendiese, si era posible. Simplemente, me enamoré. Sí, parece que no es nada extraño enamorarse pero en mi caso sí que era una gran novedad. Nunca pensé en la posibilidad de que yo me pudiera enamorar y, mucho menos, que alguien se enamorara de mí. Mi vida pertenecía a mi grupo, todos juntos nacíamos y todos juntos dejábamos de existir. Nuestra vida era corta pero intensa aunque sabíamos que pronto volveríamos a nacer. Éramos una explosión de vida, de belleza, y con una misión. Mis compañeros me miraban perplejos, no osaban ni preguntar. Nadie entendía lo que estaba ocurriendo. Jamás en la historia de la tierra se había dado un caso igual. Nadie se atrevía a juzgar o criticar, posiblemente por lo inusual que era. Se respiraba entre nosotros el amor que resultaba de mi enamoramiento y de mi enamorada. En realidad, mi felicidad nos afectaba a todos y, sin entenderlo, todos disfrutaban. Mi amada me quería y, al mismo tiempo, cuidaba de todos. Sólo un problema nos apenaba a los dos, únicamente nos podíamos ver unas pocas horas. Durante ese tiempo nos hablábamos, nos acariciábamos y hacíamos crecer nuestro amor. Mi amada sabía que mi vida era corta, aunque sabía que volvería a nacer, y eso la apenaba. Pensar que estaríamos un tiempo sin vernos era angustioso. Sin embargo, así era mi vida. Por otro lado, a mí me apenaba no poder verla más horas al día. Ella vivía de noche y por el día viajaba. A pesar de todo, era tanto nuestro amor que todo lo superábamos. El hecho de haber conocido el amor, cuando siempre lo había visto en los demás, me hizo sentirme parte de la vida. Qué más podía pedir alguien como yo, simplemente era un trébol que nace junto con muchos tréboles, que forman una alfombra a la tierra. Nuestra misión es crear un manto que dé calor a la tierra en tiempos de frío. Somos su alfombra de color y calor. Jugamos con el sol, con la tierra y con el viento. De noche, antes de cerrar nuestras hojas, miramos a la luna. Todos esperamos su canción de buenas noches, nos acuna, nos ofrece su nana y nos dormimos hasta que el sol nos despierta. Mi amada y enamorada era la luna. Una noche mientras nos cantaba me puse a cantar con ella, era tan preciosa la melodía que no lo pude evitar. La luna me escuchó, me guiñó un ojo y seguimos cantando. Desde ese momento cantábamos todas las noches, nuestras voces nos fueron uniendo. La vida se paraba cuando nos poníamos a cantar, todos los animales se sentaban mirando hacia la luna mientras ella nos repartía toda su dulzura. Se corrió la voz por el bosque, un trébol y la luna estaban enamorados. Muchos querían conocerme y se acercaban a saludarme. Unos esperaban que tuviera un color especial, otros esperaban que fuera de otro tamaño, y algunos movían la cabeza con expresión de incredulidad. Yo no tenía nada especial, todo lo contrario, cuando venían a verme mis compañeros me tenían que señalar para que supieran que era yo el enamorado. Un día me desanimé, todos tenían razón, yo no era nada especial, simplemente era un trébol más. La tierra se dio cuenta de mis pensamientos y me dijo: “querido trébol, no importa cómo seas por fuera, no importa de qué color seas, ni tu tamaño, ni tu forma, ni tan siquiera tu voz. Lo que importa son los sentimientos que atesoras y que, con generosidad, ofreces cuando cantas. La luna no se ha enamorado de tu aspecto, lo ha hecho de tu forma de ser y de tus sentimientos, y por eso te quiere”. La tierra tiene una gran sabiduría y nunca se equivoca y, en esta ocasión, tampoco. Lo importante es el interior. Esa noche cantamos más que nunca, no podíamos parar. Ambos sabíamos que mi fin estaba próximo y la despedida llegaba. La luna empezó a llorar llenando con sus lágrimas todos los tréboles. La angustia me hizo callar y escuchar: “amado mío, la hora se aproxima y esperaré tu regreso. Durante el día no puedo estar contigo y, de noche, apenas unas horas. Para que sepas lo mucho que te echo de menos os rociaré con mis lágrimas”. A partir de esa noche todos los tréboles amanecían llenos de gotitas, todos ansiaban despertar para ver si habían sido rociados y las primeras palabras de todos eran: ¿hay rocío?. Siempre había. Los días pasaron, por las noches nos amábamos y, por las mañanas teníamos un regalo: su rocío. Hasta que llegó mi hora y con una de sus lágrimas desaparecí.
 Desde entonces la luna llora todas las noches, echa de menos a su amado y continua dejando caer rocío para que cuando vuelva a nacer su amado vea que ella lo sigue amando y esperando.


A.Machancoses

lunes, 1 de diciembre de 2014





LA PISCINA

Cuanta vida tenía aquella piscina, y cuantas horas me pasé junto a ella. Era como un oasis de vida en un lugar donde parecía que no había nada. Si estás pensando en una piscina habitual, te equivocas. No se trataba de una piscina de agua clara y azul, ni de una piscina llena de niños saltando y jugando, y, mucho menos, de una piscina en la que las chicas se ponían a tomar el sol a su alrededor. Sí, te equivocas. De la piscina que yo hablo es de una piscina de color gris, sin pintura azul y sin azulejos. Hablo de una piscina que se quedó medio abandonada en medio de unos campos. En su tiempo fue utilizada para repartir el agua y regar los campos que habían a su alrededor. Con el tiempo, los campos se quedaron sin cultivar y, por tanto, la piscina fue abandonada. Sin embargo, todavía entraba un hilo de agua que la iba manteniendo llena y, aunque no muy limpia, el agua estaba medio clara. Por aquel lugar que había pasado el hombre y parecía estar abandonado y sin futuro, había una cantidad de vida impresionante. Abandonado y sin nada estaba a los ojos de ciertos hombres que miran y no veían. Allí había mucho que ver y disfrutar.

En una de las esquinas de la piscina había una especie de arbusto con unas ramas gruesas y fuertes. Me metía en el centro, me sentaba en una rama y quedaba oculto por todas las hojas que tenía. Allí escondido lograba ver toda la vida que allí transcurría. Veía cómo venían los pájaros a beber y, la verdad, qué rápidos que son. Veía cómo se acercaban los animales a beber un poco e, incluso, llegué a ver conejos, que no es nada fácil pues son muy asustadizos. Pasaba por mi lado el zumbido de las abejas, se acercaban al agua las libélulas, que eran preciosas; tenían unos colores vivos y alegres. Por la pared solían subir lagartijas. Las hormigas rodeaban la piscina en su constante búsqueda de semillas y alimento. Pero, he de confesar que lo que más me dejaba hipnotizado eran las ranas que vivían en la piscina. Unas subían hasta arriba, salían y se ponían a tomar el sol. Era fascinante ver un grupito de ranas de todos los tamaños inmóviles disfrutando de un baño de sol. Otras nadaban un poco por la superficie del agua y, de repente, se paraban y se quedaban inmóviles flotando. Pequeñas islas flotantes de color verde con ojitos saltones. Se pasaban horas y horas flotando, no había prisa, la vida era eso. Aprendí mucho de observar a los animales, cada uno tiene una característica especial y, verdaderamente, son muy graciosos. En aquella piscina no existían las prisas, no existía el tiempo, la vida fluía y todo estaba en armonía. La paz que allí se respiraba y se palpaba siempre la he llevado conmigo y, el mundo, tenía otra perspectiva. La felicidad de ser y estar.

A.Machancoses