UN ESPECTÁCULO
No suelo mirar al cielo, soy de las personas que
siempre van pensando en su trabajo, que siempre tiene prisa porque tiene que ir
a algún sitio antes de volver a casa, en resumen, que me fijo muy poco en mi
entorno. Y hoy he aprendido que puedo dejar de lado ese mundo que siempre llevo
encima, y que vivo. Por casualidad, he tenido que esperar a un compañero de
trabajo en la puerta de unas oficinas porque me hacía falta la documentación
que él llevaba; mientras esperaba me he sentado en un banco de la calle, cosa
que creo que no había hecho desde que era pequeño. He estado mirando un rato a
las personas que iban pasando por delante hasta que, sin saber por qué, me he
puesto a mirar el cielo. Me he recostado en el banco, me he puesto cómodo y he
empezado a mirar el cielo. Esto es rarísimo en mí, soy de los que miran mucho
las formas y recostarme en un banco no entra en mi manera de actuar, pero así
ha sido. El sol estaba bajando ya por el oeste, faltaba poco para que se
pusiera. Como en cualquier atardecer los colores del sol son muy diferentes a
los que existen a pleno día. Los pocos rayos de luz que aún quedaban chocaban y
se reflejaban con los grupos de nubes que había. Empezaron a aparecer los
colores anaranjados, rosas, dorados, amarillos y violáceos. Lo cierto es que
era todo un espectáculo. Continuo pensando que existen más colores de los que
conocemos y que algunos no tienen nombres, que nuestros ojos son incapaces de
captarlos y, mucho menos, de catalogarlos. Tenía un contraste enorme entre lo
que podían ver mis ojos y lo que podía escuchar. Ante los ojos tenía todo un
espectáculo de colores y diferentes formas con las nubes, y por mis oídos sólo
podía escuchar el ruido del tráfico y de la gente pasando. Las nubes no paraban
de moverse y de crecer cambiando la tonalidad de colores a medida que el sol
iba desapareciendo. Me recordaban a la cocina de mi casa cuando era pequeño.
Tenía la costumbre de hacer mis deberes en la cocina mientras mi madre
preparaba la comida y aquellas nubes eran iguales a las que salían de la olla
de mi madre. El caldo hervía formando grandes burbujas que dejaban escapar las
mismas burbujas pero en forma de nube. Las nubes que tenía sobre la cabeza eran
iguales, como si se acabaran de escapar de alguna olla gigante. De repente
empezaron a llegar los olores de mi casa, los sonidos de la cocina y los
recuerdos de mi habitación. Mi madre cocinaba muy bien aunque mi padre decía
que la olla era mágica, que tenía alguna frase mágica para cocinar que él no
conocía, porque cuando él cocinaba las cosas no salían igual, ni mucho menos. Es
curioso cómo estando en la calle todos mis sentidos estaban en mi infancia, con
mi familia y en mi casa. Notaba una gran sensación de tranquilidad, emoción y
felicidad. Las nubes de los pucheros de mi madre eran inigualables, como las
nubes que tenía delante. Simplemente estaba feliz, sonriendo y sin darme cuenta
del tiempo. Cuando llegó mi compañero de trabajo, y tuve que continuar con mi
trabajo, me sentía como si fuera otra persona. Tenía una gran paz, con sosiego
y sin prisas, algo muy extraño porque siempre voy con prisas para todo. Las
nubes le han quitado importancia a las cosas que no la tienen, me han hecho
tener ganas de llegar a casa y disfrutar de los míos. No cambio por nada del mundo
las nubes de la olla de mi madre, y no cambio por nada del mundo las nubes y
los colores del sol que llevan puestos. Sí. Hoy he aprendido a mirar a mi
alrededor.
A.Machancoses