martes, 30 de diciembre de 2014




  
UN ESPECTÁCULO


No suelo mirar al cielo, soy de las personas que siempre van pensando en su trabajo, que siempre tiene prisa porque tiene que ir a algún sitio antes de volver a casa, en resumen, que me fijo muy poco en mi entorno. Y hoy he aprendido que puedo dejar de lado ese mundo que siempre llevo encima, y que vivo. Por casualidad, he tenido que esperar a un compañero de trabajo en la puerta de unas oficinas porque me hacía falta la documentación que él llevaba; mientras esperaba me he sentado en un banco de la calle, cosa que creo que no había hecho desde que era pequeño. He estado mirando un rato a las personas que iban pasando por delante hasta que, sin saber por qué, me he puesto a mirar el cielo. Me he recostado en el banco, me he puesto cómodo y he empezado a mirar el cielo. Esto es rarísimo en mí, soy de los que miran mucho las formas y recostarme en un banco no entra en mi manera de actuar, pero así ha sido. El sol estaba bajando ya por el oeste, faltaba poco para que se pusiera. Como en cualquier atardecer los colores del sol son muy diferentes a los que existen a pleno día. Los pocos rayos de luz que aún quedaban chocaban y se reflejaban con los grupos de nubes que había. Empezaron a aparecer los colores anaranjados, rosas, dorados, amarillos y violáceos. Lo cierto es que era todo un espectáculo. Continuo pensando que existen más colores de los que conocemos y que algunos no tienen nombres, que nuestros ojos son incapaces de captarlos y, mucho menos, de catalogarlos. Tenía un contraste enorme entre lo que podían ver mis ojos y lo que podía escuchar. Ante los ojos tenía todo un espectáculo de colores y diferentes formas con las nubes, y por mis oídos sólo podía escuchar el ruido del tráfico y de la gente pasando. Las nubes no paraban de moverse y de crecer cambiando la tonalidad de colores a medida que el sol iba desapareciendo. Me recordaban a la cocina de mi casa cuando era pequeño. Tenía la costumbre de hacer mis deberes en la cocina mientras mi madre preparaba la comida y aquellas nubes eran iguales a las que salían de la olla de mi madre. El caldo hervía formando grandes burbujas que dejaban escapar las mismas burbujas pero en forma de nube. Las nubes que tenía sobre la cabeza eran iguales, como si se acabaran de escapar de alguna olla gigante. De repente empezaron a llegar los olores de mi casa, los sonidos de la cocina y los recuerdos de mi habitación. Mi madre cocinaba muy bien aunque mi padre decía que la olla era mágica, que tenía alguna frase mágica para cocinar que él no conocía, porque cuando él cocinaba las cosas no salían igual, ni mucho menos. Es curioso cómo estando en la calle todos mis sentidos estaban en mi infancia, con mi familia y en mi casa. Notaba una gran sensación de tranquilidad, emoción y felicidad. Las nubes de los pucheros de mi madre eran inigualables, como las nubes que tenía delante. Simplemente estaba feliz, sonriendo y sin darme cuenta del tiempo. Cuando llegó mi compañero de trabajo, y tuve que continuar con mi trabajo, me sentía como si fuera otra persona. Tenía una gran paz, con sosiego y sin prisas, algo muy extraño porque siempre voy con prisas para todo. Las nubes le han quitado importancia a las cosas que no la tienen, me han hecho tener ganas de llegar a casa y disfrutar de los míos. No cambio por nada del mundo las nubes de la olla de mi madre, y no cambio por nada del mundo las nubes y los colores del sol que llevan puestos. Sí. Hoy he aprendido a mirar a mi alrededor.


A.Machancoses

miércoles, 24 de diciembre de 2014

martes, 16 de diciembre de 2014





ABETOS

Formábamos un grupo extraordinario. Sin saberlo habíamos aparecido un grupo sin precedente en el lugar. Entre nosotros había de todo y nos compensábamos. El más alto nos avisaba de lo que se acercaba o de todo lo que ocurría a nuestro alrededor y no podíamos ver. El más bajito era el que intentaba recoger todas las cosas. El más positivo intentaba animar al resto. El más gracioso nos hacía reír y los días pasaban volando. El más pesimista nos alertaba de peligros con sus palabras, aunque no le hacíamos mucho caso. Éramos tan diferentes que creo que esa era la clave para haber formado la piña que formábamos. Cada uno aportaba una parte imprescindible para el grupo y, sobre todo, para nuestra felicidad. Todo el mundo estaba asombrado de ver el ambiente que se había formado y, lo que es más importante, de lo que transmitíamos al resto. No había día que no viniese alguien a visitarnos, no sabían el por qué pero tenían la necesidad de pasar por donde estábamos. Sólo había una cosa que no nos gustaba a ninguno de todos, sin embargo, he de confesar que después acabó gustándonos a todos. Cuando llegaba el final del año nos obligaban a disfrazarnos, y no nos podíamos negar. A ninguno de todos le hacía gracia el disfraz que nos tocaba; encima todos los años era el mismo. Cuando llegaban los disfraces nos mirábamos unos a otros en silencio, no nos hacía falta ni hablar. La única diferencia de un año a otro era la persona que venía a disfrazarnos y, por supuesto, había quien lo hacía mejor que otros. Todos teníamos ganas de que pasara pronto y de que nos quitaran el disfraz; hasta que llegó el día que nos cambió a todos. Ese año había sido un año muy duro, las cosas no iban nada bien y la gente lo estaba pasando muy mal. El invierno también estaba siendo muy duro y se respiraba un ambiente enrarecido. La gente estaba desanimada, cansada y, quien podía, conservaba su esperanza de mejorar. Ese año todo el mundo le daba mayor importancia a nuestros disfraces, se tomaban más tiempo en disfrazarnos, cada detalle estaba estudiado y, además, a cada adorno que nos ponían lo hacían con una intención. Al mismo tiempo, ese año venía mucha más gente a vernos, nos rodeaban, se sentaban junto a nosotros y, en silencio, nos hablaban sobre sus preocupaciones. Lo que más nos sorprendió fue que ese año había mucha más compasión y ayuda entre ellos. Nos sentíamos queridos y respirábamos el respeto y cariño de unos con otros. Era un año malo que todos querían superar y seguir adelante. Y, nosotros, éramos el punto de unión, éramos aquello que les hacía recordar lo que realmente era importante en la vida. Habíamos concentrado lo que realmente era el espíritu de la navidad, el amor. Hasta aquel año nos habíamos sentido como unos abetos a los que venían a colgarles unas bolas, mal puestas, y algo de luz. Nos torturaban y se iban. Sin embargo, ese año comprendimos que éramos mucho más importantes, que no éramos unos simples adornos, y que representábamos el espíritu de la navidad. Que en cualquier momento acudirían a nosotros. Que éramos los guardianes y los portadores de algo muy importante. Descubrimos el verdadero amor y, encima, éramos portadores de él. A partir de ese año a todos nos gustaba la navidad y los adornos navideños, anhelábamos que llegase cada año para poder volver a sentir ese amor tan especial que se creaba. Y, es verdad, el amor lo mueve todo.


A.Machancoses




jueves, 11 de diciembre de 2014






LA HIGUERA


Cada vez que acudo al mercado a comprar y paso por el puesto de fruta me acuerdo de mi abuelo. Siempre nos sentábamos debajo de una gran higuera en los veranos. Su sombra era enorme y se estaba fresquito, además también comíamos algún higo que, por cierto, eran más que sabrosos. Luchábamos un poco con los pájaros y las hormigas porque también se los querían comer, sin embargo, en la higuera había suficiente para todos. Mi abuelo era muy mayor y me contaba historias de su vida. Tenía ochenta años a pesar de que no los aparentaba. Había tenido una vida muy diferente a lo habitual, la mayoría de los abuelos de mis amigos no habían viajado casi y apenas habían salido de la misma ciudad. Mi abuelo había hecho casi completamente lo contrario, se había pasado más parte de su vida viajando que en casa; creo que estaba en casa porque ya no podía viajar por sus achaques. Viajó muchísimo, conoció casi todas las culturas, hablaba varios idiomas y tenía amigos muy peculiares. Alguna vez había venido a su casa alguno de sus amigos y siempre era un acontecimiento. Puedo asegurar que vi a hombres vestidos de todos los modos, personalmente, el que más me gustó fue un hombre muy alto con una sonrisa enorme, con chanclas, con una especie de blusón que llevaba más colores de los que existen, y unas gafas sin patillas. Me tenían hipnotizado aquellas gafas, desafiaban a la gravedad y no se le caían. Me encantaba escuchar a mi abuelo hablar con sus amigos en otros idiomas, me sentía orgulloso de él.
A pesar de estar tanto tiempo fuera de casa, no sé cómo lo hizo, fue capaz de llenar la vida de mi abuela. Era una mujer feliz y también tenía algo peculiar, su mirada parecía leer tus pensamientos antes de que tú los crearas, era increíble. Alguna vez también se sentaba con nosotros debajo de la higuera y se dedicaba a sonreír y a escucharnos en silencio. Lo mejor de las historias de mi abuelo es que de todas se aprendía, siempre llevaban un mensaje. Un día le pregunté a mi abuelo que cuantas personas había conocido en su vida, me miró durante unos segundos y me dijo: “mira, si las contara serían muchas o muchísimas, no sé si sería capaz de contarlas. Sin embargo, sí que te puedo decir algo de todas ellas; cada persona que conocí lo hice en el momento preciso que me hacía falta y me enseñaron lo que en ese momento necesitaba saber y aprender. Todos te pueden enseñar y, querido nieto, tengo una libreta donde escribí el nombre de cada uno y lo que en aquel momento me enseñó. Unos me enseñaron paciencia, otros bondad, otros caridad, algunos el lado oscuro de la vida, otros fe, y gracias a todos ellos hoy soy quien soy. A todos los llevo en mi corazón y todos forman uno, que soy yo”. Tras su contestación me quedé en silencio pensando, quizá era así, a mí mi compañero de clase me había enseñado a observar. Ese día creé mi propia libreta, y mi abuelo es el primer nombre de mi libreta.

 A. Machancoses







sábado, 6 de diciembre de 2014



  
ROCÍO

La vida continuaba. Los días pasaban. El tiempo avanzaba sin pausa pero con pauta. Todo fluía y todo se sucedía. Podías elegir vivir la vida como espectador o elegir involucrarte en ella. Quizá no vivir también es otro modo de vivir. Sin embargo, aunque yo no avanzaba la vida sí que lo hacía y, sorprendentemente, tenía unos planes para mí diferentes a los que yo pensaba. Todo lo que me había imaginado sobre mi quedó en el recuerdo, la vida había abierto otro camino y lo seguí. La aventura acababa de comenzar y quería que la vida me sorprendiese, si era posible. Simplemente, me enamoré. Sí, parece que no es nada extraño enamorarse pero en mi caso sí que era una gran novedad. Nunca pensé en la posibilidad de que yo me pudiera enamorar y, mucho menos, que alguien se enamorara de mí. Mi vida pertenecía a mi grupo, todos juntos nacíamos y todos juntos dejábamos de existir. Nuestra vida era corta pero intensa aunque sabíamos que pronto volveríamos a nacer. Éramos una explosión de vida, de belleza, y con una misión. Mis compañeros me miraban perplejos, no osaban ni preguntar. Nadie entendía lo que estaba ocurriendo. Jamás en la historia de la tierra se había dado un caso igual. Nadie se atrevía a juzgar o criticar, posiblemente por lo inusual que era. Se respiraba entre nosotros el amor que resultaba de mi enamoramiento y de mi enamorada. En realidad, mi felicidad nos afectaba a todos y, sin entenderlo, todos disfrutaban. Mi amada me quería y, al mismo tiempo, cuidaba de todos. Sólo un problema nos apenaba a los dos, únicamente nos podíamos ver unas pocas horas. Durante ese tiempo nos hablábamos, nos acariciábamos y hacíamos crecer nuestro amor. Mi amada sabía que mi vida era corta, aunque sabía que volvería a nacer, y eso la apenaba. Pensar que estaríamos un tiempo sin vernos era angustioso. Sin embargo, así era mi vida. Por otro lado, a mí me apenaba no poder verla más horas al día. Ella vivía de noche y por el día viajaba. A pesar de todo, era tanto nuestro amor que todo lo superábamos. El hecho de haber conocido el amor, cuando siempre lo había visto en los demás, me hizo sentirme parte de la vida. Qué más podía pedir alguien como yo, simplemente era un trébol que nace junto con muchos tréboles, que forman una alfombra a la tierra. Nuestra misión es crear un manto que dé calor a la tierra en tiempos de frío. Somos su alfombra de color y calor. Jugamos con el sol, con la tierra y con el viento. De noche, antes de cerrar nuestras hojas, miramos a la luna. Todos esperamos su canción de buenas noches, nos acuna, nos ofrece su nana y nos dormimos hasta que el sol nos despierta. Mi amada y enamorada era la luna. Una noche mientras nos cantaba me puse a cantar con ella, era tan preciosa la melodía que no lo pude evitar. La luna me escuchó, me guiñó un ojo y seguimos cantando. Desde ese momento cantábamos todas las noches, nuestras voces nos fueron uniendo. La vida se paraba cuando nos poníamos a cantar, todos los animales se sentaban mirando hacia la luna mientras ella nos repartía toda su dulzura. Se corrió la voz por el bosque, un trébol y la luna estaban enamorados. Muchos querían conocerme y se acercaban a saludarme. Unos esperaban que tuviera un color especial, otros esperaban que fuera de otro tamaño, y algunos movían la cabeza con expresión de incredulidad. Yo no tenía nada especial, todo lo contrario, cuando venían a verme mis compañeros me tenían que señalar para que supieran que era yo el enamorado. Un día me desanimé, todos tenían razón, yo no era nada especial, simplemente era un trébol más. La tierra se dio cuenta de mis pensamientos y me dijo: “querido trébol, no importa cómo seas por fuera, no importa de qué color seas, ni tu tamaño, ni tu forma, ni tan siquiera tu voz. Lo que importa son los sentimientos que atesoras y que, con generosidad, ofreces cuando cantas. La luna no se ha enamorado de tu aspecto, lo ha hecho de tu forma de ser y de tus sentimientos, y por eso te quiere”. La tierra tiene una gran sabiduría y nunca se equivoca y, en esta ocasión, tampoco. Lo importante es el interior. Esa noche cantamos más que nunca, no podíamos parar. Ambos sabíamos que mi fin estaba próximo y la despedida llegaba. La luna empezó a llorar llenando con sus lágrimas todos los tréboles. La angustia me hizo callar y escuchar: “amado mío, la hora se aproxima y esperaré tu regreso. Durante el día no puedo estar contigo y, de noche, apenas unas horas. Para que sepas lo mucho que te echo de menos os rociaré con mis lágrimas”. A partir de esa noche todos los tréboles amanecían llenos de gotitas, todos ansiaban despertar para ver si habían sido rociados y las primeras palabras de todos eran: ¿hay rocío?. Siempre había. Los días pasaron, por las noches nos amábamos y, por las mañanas teníamos un regalo: su rocío. Hasta que llegó mi hora y con una de sus lágrimas desaparecí.
 Desde entonces la luna llora todas las noches, echa de menos a su amado y continua dejando caer rocío para que cuando vuelva a nacer su amado vea que ella lo sigue amando y esperando.


A.Machancoses

lunes, 1 de diciembre de 2014





LA PISCINA

Cuanta vida tenía aquella piscina, y cuantas horas me pasé junto a ella. Era como un oasis de vida en un lugar donde parecía que no había nada. Si estás pensando en una piscina habitual, te equivocas. No se trataba de una piscina de agua clara y azul, ni de una piscina llena de niños saltando y jugando, y, mucho menos, de una piscina en la que las chicas se ponían a tomar el sol a su alrededor. Sí, te equivocas. De la piscina que yo hablo es de una piscina de color gris, sin pintura azul y sin azulejos. Hablo de una piscina que se quedó medio abandonada en medio de unos campos. En su tiempo fue utilizada para repartir el agua y regar los campos que habían a su alrededor. Con el tiempo, los campos se quedaron sin cultivar y, por tanto, la piscina fue abandonada. Sin embargo, todavía entraba un hilo de agua que la iba manteniendo llena y, aunque no muy limpia, el agua estaba medio clara. Por aquel lugar que había pasado el hombre y parecía estar abandonado y sin futuro, había una cantidad de vida impresionante. Abandonado y sin nada estaba a los ojos de ciertos hombres que miran y no veían. Allí había mucho que ver y disfrutar.

En una de las esquinas de la piscina había una especie de arbusto con unas ramas gruesas y fuertes. Me metía en el centro, me sentaba en una rama y quedaba oculto por todas las hojas que tenía. Allí escondido lograba ver toda la vida que allí transcurría. Veía cómo venían los pájaros a beber y, la verdad, qué rápidos que son. Veía cómo se acercaban los animales a beber un poco e, incluso, llegué a ver conejos, que no es nada fácil pues son muy asustadizos. Pasaba por mi lado el zumbido de las abejas, se acercaban al agua las libélulas, que eran preciosas; tenían unos colores vivos y alegres. Por la pared solían subir lagartijas. Las hormigas rodeaban la piscina en su constante búsqueda de semillas y alimento. Pero, he de confesar que lo que más me dejaba hipnotizado eran las ranas que vivían en la piscina. Unas subían hasta arriba, salían y se ponían a tomar el sol. Era fascinante ver un grupito de ranas de todos los tamaños inmóviles disfrutando de un baño de sol. Otras nadaban un poco por la superficie del agua y, de repente, se paraban y se quedaban inmóviles flotando. Pequeñas islas flotantes de color verde con ojitos saltones. Se pasaban horas y horas flotando, no había prisa, la vida era eso. Aprendí mucho de observar a los animales, cada uno tiene una característica especial y, verdaderamente, son muy graciosos. En aquella piscina no existían las prisas, no existía el tiempo, la vida fluía y todo estaba en armonía. La paz que allí se respiraba y se palpaba siempre la he llevado conmigo y, el mundo, tenía otra perspectiva. La felicidad de ser y estar.

A.Machancoses 

martes, 25 de noviembre de 2014







EL TIEMPO

Cuando llegaban las vacaciones quería hacer tantas cosas que se me amontonaba todo. No sabía qué hacer antes y qué después. Me tenía que sentar unos minutos para decidir por dónde empezar. Quería hacer todo lo que había dejado de lado por estudiar. Mis padres me dejaban hacer lo que quisiera, ya no tenía ninguna actividad extraescolar ni ninguna obligación. Era yo quien tenía que gestionar mi tiempo y saber aprovecharlo. Visto así puede que parezca una tontería, sin embargo, distribuir el tiempo, cuando se quieren hacer tantas cosas, no es nada fácil. Recuerdo que el primer día no paraba de ir de un lado hacia otro pero no me centraba en nada. Y, cuantas más cosas quería hacer y menos  hacía más nerviosa me ponía, se me escapaba el tiempo y seguía sin hacer nada. Al final, estresada por nada, salí a pasear y que me diese un poco el aire. El lugar era precioso ya que estábamos muy cerca del mar y de las montañas. Sí, la casa quedaba centrada entre las montañas y el mar. Si mirabas a un lado podías ver una cordillera que empezaba siendo totalmente verde hasta que desaparecía el verde y daba paso a picos nevados. Si mirabas hacia el otro lado se veían unas grandes rocas y, enseguida, el sonido de las olas rompiendo. Ese día decidí dirigirme hacia el mar, sentarme en una de las rocas y mirar el movimiento de las olas. Me gustaba pensar que debajo de las olas había un montón de peces que se mecían con el ir y venir del agua; para ellos era su tobogán, su parque particular donde ir a columpiarse y a jugar un ratito. Al llegar a las rocas vi a un niño sentado en una roca, no lo había visto nunca por allí y, después de pensarlo un poco, me acerqué a él. Le dije hola y le pregunté su nombre. No se movía y no me contestaba. Se lo volví a preguntar y, poco a poco, giró la cabeza, puso su dedo índice en los labios con la intención de hacerme callar. Entendí su indirecta y me senté a su lado en silencio. Estaba hipnotizado, tenía la mirada fija en el horizonte del mar, y parecía estar en otro mundo. A veces sonreía y, luego, volvía a dirigir su mirada al mar. Yo lo miraba más a él que al mar, no entendía lo que le sucedía. Al cabo del rato me puse a mirar las olas, a escuchar su sonido y a ver aparecer y desaparecer la espuma del agua. El tiempo pasó volando, creo que me di cuenta de que había pasado el tiempo porque me empezó a entrar hambre. Decidí ir a casa a comer y, en ese momento, al ver que me movía, el niño me miró y dijo: “el mundo es precioso, no existe el tiempo cuando lo observas. Te llena tanto su vida que todo pasa a segundo plano y a no tener importancia. Es la mejor inversión del tiempo”. Y, sin más, se levantó y se fue. Me quedé sentada intentando entender lo que había dicho y, sobre todo, pensando que era un niño muy raro. De camino a casa iba repitiendo sus palabras en mi mente. Cuando entré en casa vi la hora que era y no me lo podía creer, eran casi las siete de la tarde y yo me había ido por la mañana. Había pasado todo el día mirando el mar y no me había dado cuenta de que pasaban las horas. Empecé a pensar que quizá el niño aquel tenía razón, era posible que mirar el mar, meterse en su ritmo y mecerse en sus sonidos hacía que no existiera el tiempo. Estaba sorprendida de ver que no me sentía mal, que no tenía la sensación de haber perdido el tiempo, todo lo contrario, me sentía como si me hubiera pasado la tarde jugando con una amiga. Aquel niño tenía razón, el tiempo no era nada. Todas las cosas que quería hacer por la mañana, todas las cosas que se me amontonaban y no sabía cómo hacerlas, ahora, me daban igual. Nada era importante. Había descubierto lo bonito que era el mundo, era como jugar con él, conectarse y dejarse llevar por su belleza y por su grandeza. Aquellas vacaciones no hice un amigo nuevo para jugar, ese año hice un amigo con quien observar y disfrutar de la belleza del mundo.


A.Machancoses

martes, 18 de noviembre de 2014


                     
COMPAÑEROS DE PISO

Siempre había escuchado una frase que me llamaba mucho la atención: “hay que mirar y saber ver”. Cuando lo escuchaba no conseguía alcanzar a saber qué quería decir, y dónde estaba la diferencia entre mirar y ver. En mi ignorancia, y para mí, me decía: “si yo miro, ¿qué he de ver?¿qué está oculto?”. De verdad que tenía mucha curiosidad, lo había leído en muchas ocasiones, y cuando lo dicen algo debe haber. Al final lo di por imposible y pasó un poco al olvido. Sin embargo, un día  al salir a andar por una ruta que pasaba, en gran parte, muy cerca de un parque natural, encontré a un hombre muy peculiar. Iba unos cincuenta metros delante de mí, andaba apoyándose en un bastón y calzaba sandalias. Lo primero que me llamó la atención fueron las sandalias, no es normal andar por las rutas con sandalias, yo iba con unas botas de montaña, ropa de montaña, mochila, cantimplora, gafas, cremas, comida, gorra, etc.. Aquel hombre no llevaba nada, sólo el bastón. Además, andaba sin parar de mirar hacia los lados, parecía que no quería que se le pasara algo sin ver. He de confesar que lo primero que pensé es que este hombre no estaba muy bien. Mi intención era adelantarlo, seguir la ruta y no decirle nada. Cuando ya estaba a su altura, casi adelantándolo, me miró, se paró y sólo dijo: “ya”. Entonces lo miré con incertidumbre y me dijo: “no, no me has visto”. De repente me vino a la mente la frase de mirar y saber ver. Otra persona que decía lo mismo. No pude irme sin más y le dije: “perdone, sí que lo he visto”. Y aquí empezó su explicación, me dijo que yo no lo había visto a él que, simplemente, había visto lo que quería ver o lo que más cómodo me resultaba. No lo había visto a él, era más de lo que mi mente se había parado a apreciar. “Sólo has visto a un hombre raro, no visto como tú, no llevo mochila, no llevo comida, voy con sandalias… Has mirado pero no has visto. No has visto que estoy disfrutando del viaje, que me sorprendo con lo maravillosa que es la naturaleza, no has visto ningún animal desde que saliste de casa y está lleno…”. Me quedé sin palabras, era verdad, no me había dado cuenta de lo que hacía y, tampoco había visto ningún animal. Al ver que yo era incapaz de decir nada, que me había quedado helado me propuso que hiciera la ruta junto a él y me enseñaría a ver. La curiosidad era tan grande que le dije que sí. Ahora creo que nunca olvidaré aquella excursión. Empezamos a andar juntos y cuando menos lo esperaba se paraba, se quedaba mirando algo y no se movía hasta que yo me daba cuenta de lo que había. Empecé a ver flores silvestres que jamás había visto con anterioridad, vi lagartijas de varios colores diferentes, vi caracoles, vi pájaros que no sé ni qué eran, vi árboles que tampoco sabía lo que eran, me enseñó a conocer hierbas medicinales, vi huellas de animales, vi una liebre que para mí era un conejo hasta que me explicó las diferencias, vi nidos, vi arañas, y cuando se hizo hora de comer empecé a sacar comida de la mochila y me dijo que no, que ese día éramos invitados de la naturaleza. Lo guardé todo y lo seguí. Se metió por una senda estrecha hasta llegar a una pared llena de moras. Nunca había visto tantas moras, tan grandes y tan buenas, estaban dulces y sabrosas. Al rato saqué la cantimplora para beber agua y volvió a decirme que no. Seguimos un poco más adelante y había un nacimiento de agua. Era agua fresca y la más clara que había visto. Estaba buenísima. Nos sentamos un rato y vimos beber a los pájaros. Se me pasó el día volando, estaba disfrutando tanto que no me di cuenta de que ya habíamos llegado al final de la ruta. No podía evitar sonreír y sentirme feliz, había disfrutado como nunca. El hombre se me quedó mirando y me dijo: “creo que ya me puedo ir, ya has aprendido a ver”. Le di las gracias por todo y se fue. No me había hecho falta nada de lo que yo pensaba que era imprescindible, ni botas, ni agua, ni comida, ni gorra… Jamás habría pensado que a mi alrededor hubiera tantos animales y tanta vida. El hombre tenía razón, no somos los dueños de nada, no somos quien manda de los animales, todos vivimos en el mismo lugar y somos compañeros de piso. La naturaleza en nuestra casa y, si te fijas, si te paras a mirar, lo puedes ver. Ese día comí de la tierra y vi a todos los compañeros de piso que por allí estaban. Por fin, comprendí el hecho de saber ver, de mirar y ver, y, tenían razón, es maravilloso.


A.Machancoses

RESEÑA DE LA NOVELA "AQUÍ Y ALLÍ" EN LA PÁGINA WEB LITERARIA "ANIKA ENTRE LIBROS"




http://www.anikaentrelibros.com/aqui-y-alli



GRACIAS

jueves, 13 de noviembre de 2014






LA ESENCIA DE LA VIDA: EL AGUA

Empezó el mundo a funcionar. Todo era nuevo y nada había ocurrido antes. La naturaleza empezaba su camino y su vida. Estaba entusiasmada porque iba a ser el hogar de toda clase de seres, habría toda clase de animales y toda clase de plantas. Tenía mucho que hacer y mucho que decidir. Primero tenía que distribuir a los animales por su territorio, pensar qué zona asignaba a cada grupo y cómo vivirían juntos. Cada tipo o cada grupo le iba diciendo a la tierra cómo les gustaría o cómo se lo imaginaban. Después, la tierra, iba pensando la mejor forma de que todos estuvieran contentos y de que todos disfrutaran de una vida maravillosa. A unos los mandó al desierto, a otros a las montañas, a otros a la costa y, por fin, a otros al mar. No era nada fácil conseguir un equilibrio feliz, sin embargo, lo consiguió. Todos estaban contentos con su hogar y con sus acompañantes. La tierra disfrutaba viendo cómo todos se adaptaban, y todo se puso en marcha. Pero, como en todos los sitios, hubo algunos que necesitaban más, no se conformaban con un único lugar. La tierra pensó y pensó hasta que dio con la solución, les pondría alas y, de ese modo, harían migraciones de un lado a otro a lo largo del año. Los pájaros, lejos de asustarse por las grandes distancias a recorrer, se pusieron muy contentos. Serían viajeros en un mundo nuevo y visitantes de todos los lugares, estaban encantados. Algo que le resultó muy divertido a la tierra fue organizar los árboles y las plantas. Tenía que pensar cómo agruparlos para que, además de que fueran felices, pudiesen ayudar a los hombres. La tierra ya sabía que esta especie sería la más complicada, y que necesitaría de toda la ayuda posible. Quería ayudar en todo lo que estuviera a su alcance y pidió a los árboles frutos de todo tipo, color y sabor. A las plantas, que las consideraba como sus pequeñas amigas, les pidió que se esforzaran en buscar todas las sustancias necesarias para curar cualquier tipo de enfermedad. Todos estaban en marcha en la construcción de un gran hogar. La tierra estaba muy contenta, todo iba saliendo bien y todo se iba poniendo en marcha. Si surgía algún problema lo iba solucionando del modo más eficaz y todo iba encajando. Sin embargo, la tierra no paraba de pensar en encontrar un método, una forma, o un camino para hacer llegar hasta todos los habitantes su fuerza y su vida. Necesitaba encontrar el modo de que su esencia y vida llegase a todos. Estaban en contacto con ella pero necesitaban más para no olvidar que pertenecían a un todo y a un equilibrio global. Tras mucho tiempo de analizar la situación y de pensar en la mejor solución la tierra dio con la respuesta; Inventó la sed. Sí, todos tendrían en común el hecho de beber agua, todos necesitarían el agua en su cuerpo. De este modo el agua les llevaría hasta lo más profundo de su interior la vida de la tierra y su esencia. El agua les transmitiría la fuerza y los seguiría manteniendo en contacto con ella. Dónde hubiera agua habría vida y alegría. Los animales vivían cerca de algún rio, lago o charca; para que los arboles bebieran agua la tierra se encargaría de que lloviera y, el resto, podría moverse en su busca. Distribuyó nacimientos de agua por todos los sitios y se encargó de que la vida llegase a todos los lugares. La tierra estaba feliz, el agua alimentaría los dos tipos de sed, la física de cualquier ser vivo, y la sed de vida interior. El agua es vida y con ella todo se logra. La tierra nos cuida, sí, siempre encuentra el modo de hacernos llegar aquello que necesitamos. Por eso no la llaman simplemente naturaleza, sino madre naturaleza. Una madre adorable, sin duda.


A.Machancoses

martes, 11 de noviembre de 2014





CARICIAS DE SUEÑO


Todas las noches soñamos, aunque no nos acordemos al despertarnos. Nos dejamos llevar por el sueño, vivimos mil aventuras y abrimos los ojos, la mayoría de las veces, sin saber ni recordar nada. Sin embargo, sí que recuerdo un día de verano en el que soñé. Estábamos en un parque natural, en plena naturaleza, con la intención de olvidarnos del mundo por unos días. Después de un largo año de trabajo teníamos ganas de descansar y disfrutar de la naturaleza. Ese día cogimos las mochilas y nos fuimos de ruta de senderismo hacia lo alto de las montañas. El camino era empinado pero, aun así, íbamos a buen ritmo. Llegamos a una ladera de una montaña, con unas vistas preciosas, y decidimos parar a comer allí. Estaba lleno de hierba verde y tierna; tendría unos treinta centímetros de alta. Era un sitio ideal para parar a descansar y a comer antes de continuar la ruta. Comimos un poco y me acosté en la hierba con el fin de reponer fuerzas ya que aún quedaba un buen trozo de ruta por hacer. Corría una brisa muy agradable lo que hizo que sin darme cuenta me durmiese, no me di cuenta ni de que me había dormido. Empecé a sentir un cosquilleo muy agradable por todo mi cuerpo, parecía que me estuvieran pasando una pluma por todo el cuerpo. Sentía como si flotase. Luego, empecé a sentir las caricias por los hombros, por el cuello, por el pecho y por la cara. He de confesar que era muy agradable y estaba relajado sintiendo el lugar. No me planteaba ni qué podía ser lo que me acariciaba y, mucho menos, si era algo malo. Era genial. Cuando ya llevaba un rato así empecé a escuchar una vocecita que parecía provenir de alguien muy pequeñito. La voz me decía: “¿tú también has venido a jugar con el viento?”. No entendía nada, ahí sí que pensé que lo había soñado y que había dado una cabezada. A los pocos minutos, la volví a escuchar y decía: “¿no quieres jugar?”. En ese momento ya me atreví a contestar: “¿Quién eres?”. La vocecita me dijo que era la hierba; “soy la hierba de esta ladera y estoy jugando con el viento”. No dije nada, me quedé en silencio intentando olvidar o, quizá, dejar de imaginar. Al poco rato sentí que parte de mí estaba jugando con la hierba y con el viento; se trataba de perseguirse, alcanzarse y dejarse caer. La hierba, por su lado, perseguía al viento hasta que daba con él. No entendía nada, sólo sabía que me lo estaba pasando muy bien. Ahora entendía las formas que adoptaba la hierba en las laderas de las montañas, no se trata de que el viento la mueve, es todo lo contrario, la hierba persigue al viento para alcanzarlo y por eso forma esa especie de ola levantándose y agachándose. El viento, por su lado, se reía y se metía con la hierba: “uf, has estado cerca pero no me has alcanzado. Has de crecer más”. La hierba enfurecía y, en la siguiente envestida, el viento se veía muy apurado para no ser alcanzado. Yo no sabía por qué pero seguía jugando, feliz y con una gran paz. Y, de repente, noto una mano en el hombro que me estaba moviendo y diciéndome que me despertara, que teníamos que continuar con la ruta. Estaba dormido, me había quedado dormido en la hierba y lo había soñado todo. Sentí un poco de pena, lo había pasado tan bien que me apenaba que no fuera verdad. Miré hacia el horizonte para ir despertándome del todo y, sorpresa, oigo la vocecita: “no, mira”. En ese momento empezó una envestida de la hierba y casi, por muy poco no alcanzó al viento. Empecé a reír sin parar y estaba lleno de alegría. Hoy, cuando lo pienso, todavía no sé hasta qué punto fue todo real o, simplemente, era todo un sueño. Lo que sí que es verdad es que, ahora, cuando veo la hierba moverse pienso que están jugando. Prefiero pensar que la hierba juega y que me acarició.


A.Machancoses







domingo, 9 de noviembre de 2014




¿SIMPLES PIEDRAS?

-       Hola, ¿cómo estás?

-       Hola, estoy muy bien, me da el sol por detrás y ese calorcito es lo mejor que hay. Estoy disfrutando.


-       Es verdad, el calor del sol es maravilloso. A mí me recarga al máximo y, además, me hace sentir tan bien que parece que esté en otro mundo. A ver si gira un poco  el sol y me da también a mí.

-       Mi abuela que siempre estaba a mi lado, hasta que se la llevaron, siempre me decía lo mismo: “no hables ahora, calla, disfruta de los rayos del sol, siente cómo con su calor los rayos del sol entran dentro de ti y da sentido a tu vida”.


-       Sí, me acuerdo de tu abuela, era un ser especial. Tenía muy claro cuál era su misión en este mundo y, encima, lo disfrutaba.

-       A mí me costó entender cuál era el motivo de nuestra vida pero, al final, lo entendí. Nuestra vida es una vida de servicio y de ayuda. No puedo negar que en un principio me pareció una tontería, me veía tan pequeña que no alcanzaba a comprender cómo podría ayudar. Sin embargo, con el tiempo he visto que puedo ayudar y me hace sentir fenomenal.


-       Somos una de las pequeñas cosas de la vida que le dan ese toque especial y que hay que saber disfrutar.

-       ¿Recuerdas la mujer que solía venir por las mañanas? Llegaba y se sentaba aquí al lado. Al principio no hablaba, estaba sentada un rato y luego se marchaba. Más tarde, poco a poco, se puso a hablar y nos contaba su vida y todo lo que le preocupaba. Mi abuela se pasaba todo el rato ayudándola y dándole ánimos. Llegaron a tener una relación muy estrecha y se compenetraban muy bien.


-       Lo recuerdo. Hasta que la mujer se tenía que ir a otra ciudad y decidió llevarse a tu abuela con ella.

-       Sí, mi abuela encontró otra misión en su vida. Se fue con ella para ayudarla. El día que se fue estaba pletórica de felicidad. La echo de menos pero saber que está llevando a cabo su misión en la vida, que está ayudando y que está feliz, me ayuda a sonreír cuando pienso en ella.


-       Tu abuela es de las que ayuda hasta no poder más, lo da todo y, luego, con un poco de sol le basta, sabe reponerse enseguida para continuar.

-       Querido amigo,  es una lástima que todavía existan personas que sólo nos vean como unas simples piedras. Nos ocupamos de ellos, los limpiamos, les atraemos lo bueno, echamos fuera la negatividad, ayudamos en sus planes, somos amigas, y…


-       Espera espera, ya me da el sol. Disfrutemos, recarguémonos… luego hablamos…


A.Machancoses

miércoles, 5 de noviembre de 2014




CON OTROS OJOS

Todos los días, en cuanto tenía tiempo, me quedaba mirando el otro lado de mi mundo. Yo vivía en un sitio precioso pero lo que se veía fuera parecía increíble. Me quedaba horas mirando, estaba hipnotizada con todo lo que podía ver desde la tranquilidad de mi casa. Muchas veces venía alguien, del otro lado, y se sentaba a pocos metros de mí. Estaba acostumbrada a que vinieran personas por allí y, no es por nada, es que mi casa es preciosa. Llegaban, se sentaban y se ponían a contemplar. Era curioso, yo miraba su mundo y ellos miraban el mío. Venía toda clase de personas, había quien estaba feliz y había quien venía buscando la tranquilidad que le hacía falta. Los que eran felices miraban el horizonte, no querían perderse nada del entorno. En realidad, yo jugaba a que éramos amigos y estábamos compartiendo un rato de juego. Sin embargo, los que venían un poco tristes me daban mucha pena. Normalmente se sentaban, se hacían una bolita y en contadas ocasiones miraban. Ah! Que no se me olvide, había dentro del grupo de las personas tristes los que se dedicaban a echar piedras al agua. No tienen ni idea de lo mal que me caían. Empezaban a echarnos piedras, todos nos movilizábamos y, hasta teníamos una voz de alarma cuando llegaba uno de estos. Nadie podía despistarse porque no sabíamos dónde iba a caer la piedra. Ojalá hubiera podido salir a decirle que no se echan piedras en casa de nadie. Nuestro mundo se paraba hasta que se iba y todo volvía a la normalidad. Ya me gustaría que alguien me explicara qué tiene de divertido lanzar piedras. En el fondo me daban pena. No tenía ni idea de qué podía ocurrir en su mundo para llegar a estar tan triste. Lo que se veía desde el otro lado era todo precioso, asomaban colores maravillosos, plantas y árboles que jamás hubiera podido imaginar y animales de todas clases. Sí, los animales que se acercaban eran bastante graciosos, cada uno tenía un toque especial. Los momentos que eran entrañables era cuando se acercaba algún niño y metía los pies. Se quedaban alucinados al verme y a mí me encantaba que me quisieran coger mientras les rozaba los pies. No sé qué les ocurre a las personas cuando crecen, nunca lo entenderé, su mundo también es precioso. ¿Qué les puede faltar?. Mi madre venía alguna vez conmigo a mirar su mundo y siempre me decía lo mismo: “no te preocupes, sólo han de reencontrarse”. No entendía muy bien lo que me quería decir, sin embargo, a medida que fui creciendo lo pude entender, su pelea era con ellos mismos. Espero que no tarden en disfrutar de su mundo porque es fantástico, como el mío, aunque yo solo soy un pez.

A.Machancoses


martes, 4 de noviembre de 2014





GENTE ESPECIAL

Llega el viento de poniente. Llega el viento de levante. Las nubes marcan agua. Los pájaros avisan de que va a llover. Mira el sol, son las dos. Con la luna llena se ha de sembrar. Espera unos días que la siembra dará más frutos. Los animales se van, vámonos. Llega tormenta. No vivas a la orilla de un rio. Marca piedra. Oh, sí. Así era mi amigo de los veranos. Cuando terminaba el colegio nos trasladábamos a una cabaña que estaba cerca de un lago. Era un lugar precioso lleno de pinos y lleno de posibles aventuras. No había muchos niños por la zona pero no me importaba, me había hecho amigo de un vecino. No sé la edad que podría tener, solo sé que era muy mayor o, al menos, a mí me lo parecía. Había pasado toda su vida allí cultivando sus tierras y disfrutándolas. Siempre me decía lo mismo: “cuido de la tierra, le doy todos los mimos y ella, a cambio, me da muchísimo más de lo que yo le doy. Soy como un hijo que siempre está pidiendo”. He de reconocer que cuando me lo decía me quedaba en silencio y no entendía lo que quería decir. Fue con el tiempo cuando fui comprendiendo todo lo que me decía. Era verano y teníamos que recoger la cosecha, yo estaba entusiasmado porque era la primera vez que iba a ir. Tenía que levantarme al amanecer y acudir a su casa para ir con él. Y, así lo hice. Apenas clareaba yo ya estaba a la puerta de su casa. Sin embargo, salió y me dijo que no era buen día que volviera al día siguiente. Me fui a casa cabizbajo pero no dije nada. Al día siguiente hice lo mismo, y tampoco era un buen día. Y volví a la siguiente mañana, y lo mismo, sin embargo, no me fui sin más y me senté en el suelo. Mi vecino empezó a reírse, me hizo entrar en su casa para desayunar y me dijo: “si cosechamos se echará todo a perder, la noche ha tenido rocío y hay que esperar. No mandamos nosotros manda la tierra. Cogeremos los frutos cuando ella quiera”. De nuevo tenía razón, si lo recogíamos húmedo se echaría todo a perder. Pasados tres días pudimos recoger toda la cosecha. Me sentí que formaba parte de un todo y que todo tenía un ritmo y un tiempo. Era muy duro pasar el día recogiendo la cosecha, pero era grandioso. Me descalzaba y sentía la tierra en mis pies. A veces creo que me volvía un poco animal en el campo, y no había manera de estar encerrado en casa salvo para comer. Era ciudadano de aquel lugar y libre como todo lo que allí vivía.
Ese verano también me enseñó a buscar agua. Tenía que hacer un pozo para que no le faltase el agua al año siguiente. Acudí a su casa y nos fuimos al campo, se descalzó, cogió un palo con ambas manos y se puso a andar. Pero, antes me miró queriendo decir “silencio”. Yo lo seguía, despacio, parecía estar en otro mundo. Andábamos, de repente paraba, se movía un poco el palito y decía: “no, no hay suficiente”, y seguía. Estuvimos horas buscando y dando vueltas. Yo le miraba la cara, quería saber qué estaba pensando. Por fin, esa tarde dimos con un sitio en el que el palo se movía con más fuerza y le salió una sonrisa enorme. Era el lugar idóneo para hacer un pozo, había mucha agua, decía. Estaba entusiasmado, me miró y me dejó coger el palo con las manos. Me hizo andar, me enseñó a ser uno con el palo, a sentir lo que notaba el palo, y a ver cómo al llegar al agua éste se ponía a saltar. Era una sensación maravillosa, yo estaba alucinado. Al día siguiente me pasee todos los alrededores de la cabaña buscando agua. No encontré claro, el lago estaba a pocos metros. Sabía encontrar agua, impresionante.
Mi vecino era de la gente especial, de la que te enseña, de la que es un placer estar a su lado porque te enseñan hasta con la mirada. Aprendí muchísimo de él. Sabía cuándo iba a llover, cuando era el día idóneo para plantar, por qué los pájaros hacían lo que hacían, etc. Era parte de la tierra y, efectivamente, no me hacía falta nada más. Luego, en invierno, cuando estábamos en el patio del colegio miraba las nubes y les decía a mis amigos cuando iba a llover. Para ellos simplemente eran nubes que pasaban. Qué orgulloso me sentía de mi amigo. Todo lo que me enseñaba me servía en la vida. Simplemente, me daba parte de su sabiduría, y felicidad, mucha felicidad.


A.Machancoses

martes, 28 de octubre de 2014






LAS OLAS

Muchos han tenido una abuela que los apretujaba, otros una abuela que les daban veinte besos a la vez en la mejilla, otros una abuela o una tía que les pellizcaba los mofletes, etc. Esos besos o apretones de los que quieres huir y odias. Y hay que ver la cara de felicidad con la que lo hacen.
Os contaré lo que hacía la mía. Mi abuela siempre que me veía me acariciaba la cabeza y me peinaba el pelo con la mano. No parece nada extraordinario pero me ponía de los nervios. Un día, más harto que otra cosa, le pregunté que por qué me hacía eso. Estaba convencido de que se enfadaría conmigo pero, no aguantaba más. Exploté. Sin embargo, fue todo lo contrario a lo que yo esperaba. Mi abuela empezó a reírse sin parar, yo estaba desconcertado. Cuando logró parar de reír me dijo que si no conocía la historia del mar y la tierra. Evidentemente, no tenía ni idea. Y me la contó así:
“El mar y la tierra eran vecinos, se conocían desde siempre y un día se pusieron a hablar y hablar. Hacían su trabajo pero rápidamente se buscaban. Se contaban todas sus historias, sus ilusiones, sus esperanzas, sus planes y su vida. Poco a poco, sin darse cuenta, se fueron enamorando locamente. Ninguno de los dos podía vivir sin el otro, se adoraban. Pero, existía un problema, nunca podrían estar realmente juntos. El mar le juró y le prometió a la tierra amor eterno,  ella sería todo y por ella moriría. La tierra, por su parte, estaba muy apenada, sabía que las cosas no cambiarían jamás y que no lograrían estar juntos. No podía dejar de llorar. El mar al ver que sufría tanto no podía soportarlo y para evitar su sufrimiento le hizo una promesa a la tierra. El mar le dijo que le iba a demostrar su amor eternamente, que no cesaría nunca de acariciarla con sus olas. Una detrás de otra las olas del mar acarician la tierra, sin cesar, sin tregua, sin fin. En todo momento la acaricia para que no olvide, ni dude, de que el mar la quiere y la ama. Juntos pero separados y amados con la caricia del amor.”

Entonces lo entendí, mi abuela me acariciaba como el mar acariciaba a la tierra, su amada. Me quería y me lo demostraba de ese modo. Desde ese día empezaron a gustarme las caricias de mi abuela y, desde luego, cuando voy a la playa sonrío y me acuerdo de mi abuela. Maravillosas caricias que te transmiten el amor.

A.Machancoses 

lunes, 27 de octubre de 2014





LAS NUBES

Qué recuerdos más gratos conservo de mi niñez. Los veranos los vivíamos minuto a minuto, cada instante era único y una aventura. Cuando terminaba el colegio nos reuníamos una cuadrilla de siete, éramos cuatro chicos y tres chicas. Después de desayunar quedábamos en vernos en la esquina de mi casa. Había un cobertizo que nos ofrecía un poco de sombra y espacio para sentarnos. Era nuestro mundo. Cogíamos nuestras bicicletas e íbamos acudiendo. Cuando ya estábamos todos salíamos de ruta. Ir en grupo nos daba más fuerza y mayor sensación de libertad. La primera parada siempre era la misma: “la ladera de las nubes”. En realidad, no tenía nombre esa ladera pero nosotros la habíamos bautizado así. Era una ladera con un poco de pendiente completamente poblada de hierba muy verde y fresca. Al llegar dejábamos las bicis, nos deslizábamos entre la hierba y nos acostábamos mirando el cielo. La poca pendiente que tenía el lugar nos daba mayor comodidad y, creo, una mayor visión del cielo. La hierba era tan mullida que era como echarse en un colchón y, además, se podía oler el olor de la hierba. Nos dedicábamos a mirar las nubes y a decir qué veía cada uno. Creo que llegamos a ver casi de todo en la forma de las nubes: corderitos, pájaros, coches, caras, perros, manos, etc… El reto consistía en ver a quién se le ocurrían más figuras o, quizá, tenía más imaginación. Aunque, ahora de adulto, parezca que era una tontería no pasaba ni un día que no lo hiciéramos. Había días en los que las nubes pasaban muy deprisa, parecía que iban corriendo. Otras veces las nubes iban más lentas y apenas se podía notar su movimiento. Mientras mis amigos iban diciendo posibles figuras que veían, o se imaginaban, yo me preguntaba cuanta gente podría estar viendo las mismas nubes que yo. Veía el cielo como el techo de una gran casa, era como el techo de todos, así que ¿Cuántos estarían viendo lo mismo que yo?¿podrían ver las mismas figuras que nosotros o verían otras?. La verdad es que las nubes nos hipnotizaban y se nos pasaba el tiempo volando. Aprendí a ver los colores de las nubes. No, no todas las nubes son blancas, aunque siempre las pintamos de color blanco. Tenían diferentes tonos de blanco, había blancos más luminosos que otros, y blancos más opacos. A veces, las nubes también tenían tonos grisáceos, sobre todo cuando se avecinaba una tormenta. Y, sin punto de comparación, los colores más preciosos aparecían cuando el sol se reflejaba en las nubes. Daba paso a colores rosáceos, anaranjados y amarillentos, todos entremezclados. Era una paleta de colores maravillosos que creo que no tenían ni nombre y que, seguramente, sería incapaz de reproducir. También había un cielo que nos encantaba a todos y que bautizamos como “el peine del cielo”. Era cuando los rayos del sol atravesaban las nubes y quedaban separados como las púas de un peine. El cielo peina la tierra, nos decíamos. Cuando me acuerdo no puedo evitar sonreír. Nos lo pasábamos bien solo con nuestra imaginación y éramos capaces de fijarnos en nuestro entorno. Todo era una aventura, una oportunidad para aprender y, sobre todo, felicidad. Ahora pasan los días y apenas miro al cielo, siempre tengo que hacer algo, tengo que trabajar o llego tarde a algún sitio. Por eso, cuando me acuerdo, sonrío y miro al cielo, me llega esa felicidad de la inocencia de la infancia. Me gustaría acordarme más veces y mirar más veces las nubes, seguramente las nubes nos siguen regalando imágenes y siguen jugando con nosotros.

A.Machancoses

domingo, 26 de octubre de 2014







Formato e-book
Páginas: 203
Género: espiritualidad y erotismo
ISBN: 9788483262436


“Aquí y allí”

Marga es una universitaria con una vida perfecta. Tiene a sus amigas, está estudiando lo que le gusta y, sobre todo, tiene a su novio. Todo va sobre ruedas y tiene todo lo que deseaba. Sin embargo, en su interior empieza a sentir nuevas inquietudes. Sin ser consciente, la vida que tiene no le llena. Se apuntará a clases de yoga pensando en hacer un poco de ejercicio. Sorprendentemente, esa decisión cambiará su vida por completo. El yoga le abrirá las puertas a un mundo que desconocía. Empezará a querer encontrar respuesta a todas sus preguntas y dudas. Las clases de yoga que, en principio, sólo eran para distraerse, harán que emprenda un viaje hacia su interior y de búsqueda. Aprenderá a meditar y, poco a poco, estará en pleno camino espiritual. Tendrá experiencias sorprendentes que harán que viva en contacto con este mundo y con el otro, vivirá el “aquí” y el “allí”. Aprenderá a ayudar a los demás y, al mismo tiempo, el verdadero sentido de la vida. El mundo es energía y la energía es vida. Pero, ¿qué pensarías si el amigo al que le cuenta su historia es un roble?¿Cómo se puede vivir en dos mundos a la vez?. ¿Quizá en la vida se pueden hacer más cosas que vivir como esperan que vivas?. La casualidad no existe y, el universo conspira a nuestro favor.

sábado, 25 de octubre de 2014







UN HOGAR: LA TIERRA

Es posible que alguien piense que la tierra es aburrida, que siempre hace lo mismo, que siempre está en el mismo lugar, que no aporta nada y, seguramente, ni aprecien su presencia. Otros pensarán que la tierra es simplemente un suelo para apoyarse y hacer grandes construcciones. Algunos más avezados apreciaran la belleza de las plantas o los árboles. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La tierra está en continua fiesta, está en continuo cambio y en un juego constante. Cada vez nos proporciona una temperatura; hay tiempos de calor, tiempos de lluvia, tiempos de frío, tiempos de viento, tiempos de nieve, etc… Sí, hay cuatro estaciones pero cada año tienen una característica, nunca son iguales al año anterior. Se podría pensar: “este año nos quiere ver abrigados”, “este año sólo quiere que llueva”, “este año quiere vernos en el mar y nos da calor”, etc. Por otro lado, en cada estación nos obsequia con unas frutas diferentes y características. ¿Quién no se acuerda de la fruta de verano? ¿o de la fruta de invierno?. Podríamos decir que juega con los colores y los sabores. En verano frutas frescas, coloridas y apetitosas; y en invierno frutas más sobrias pero con mayor aporte enérgico para aguantar el frío. Tiempo de castañas, avellanas o nueces, por ejemplo.
Cuando quiere nos empieza a cubrir con nubes, las va amontonando y hace que nos llueva y nos limpie el lugar. Si uno se fija es posible saber cuándo va a llover, en realidad, se puede oler. Existe el olor previo a la lluvia que avisa de su venida y, cómo no, el olor de después a tierra mojada. No son el mismo olor pero ambos son una bendición. Nos deja caer un agua fresca, limpia y llena de vida. Nos limpia y se riega a la vez. Ver caer la lluvia puede llegar a ser algo realmente espiritual.
Algo muy importante que no se nos puede olvidar es la ayuda que nos presta la tierra. Sí, se preocupa por nosotros y de nuestras necesidades. Tiene plantas maravillosas que nos deleitan con su belleza y, al mismo tiempo, nos ayuda con ellas. Nos regala plantas que nos pueden curar, cada una tiene una característica especial. Mima y hace crecer todo tipo de plantas creando toda una farmacia a nuestro alcance. Que no se nos olvide cómo nos influye en nuestra comida, cómo cambiaría nuestra comida sin esas especias tan sabrosas que dan el toque exquisito. Realmente es maravillosa la tierra, no es sólo un lugar es todo lo que en ella ocurre y se crea. Es toda una madre que está pendiente de nosotros y nos ayuda. Creemos que somos sus propietarios y que estamos aquí para explotarla. Sin embargo, la verdad es que nosotros le pertenecemos a ella. Muy a nuestro pesar nos recuerda con algún enfado que la que tiene el control es ella. No, no me asusto, la tierra nos ama y tiene una gran paciencia y una gran fe en nosotros. Creo que nos quiere más que nosotros nos queremos. Es toda una madre. ¿Sigues pensando que todo es una casualidad?¿crees que la tierra sigue siendo solo un lugar?. Yo no. Es mi hogar y mi madre a la vez. 


A.Machancoses












sábado, 18 de octubre de 2014




LA CUEVA

Me perdí. Sí. Ese día salí a las montañas y no regresé. Hacía mucho tiempo que al pasar cerca de aquella montaña sentía unas ganas irrefrenables de subir. Siempre me quedaba mirando la cima, como hipnotizado. Se formaba una especie de atracción muy fuerte, me encontraba imantado hacia ese pico. No era una montaña muy alta, y tampoco destacaba por nada, por eso me parecía más que asequible poder subir. Sin embargo, siempre decía que tenía que ir pero nunca llegaba el momento. Cuando me alejaba parecía que se pasaba el efecto de ese imán, hasta que volvía a ocurrir. Aquel día, creo que era domingo, estaba solo en casa y me acordé de la montaña. Me dije: “¿por qué no?, cogí una pequeña mochila para llevar algo de agua para el camino y me dirigí hacia allí. Recuerdo que al llegar al pie de la montaña me recorrió el cuerpo una especie de escalofrío, desconcertante y dulce a la vez. Estaba preparado y ansioso por empezar el ascenso. Decidí seguir una senda que se veía subir hacia la cima. No podía dejar de sonreír y empecé el ascenso. Era un día soleado y lleno de luz, era espectacular. A medida que iba subiendo me iba sintiendo más parte de ese lugar, era como regresar al hogar. No sentía miedo ni precaución en ningún sentido, y seguía sonriendo. Llevaba horas andando, sin parar de seguir el sendero; no acababa de llegar a la cima, siempre faltaba un poco. Estaba sorprendido porque, a pesar de llevar horas andando, no estaba cansado y sólo sentía ganas de continuar. Después de unas cuantas horas más se fue apagando la luz del sol, en pocos minutos el cielo se puso gris y surgieron un grupo de nubes. No lo podía entender pero estaba convencido de que iba a llover, y así ocurrió. Empezó a caer una lluvia torrencial, era una auténtica cortina de agua. Logré ver entre los matorrales la entrada a una cueva, no sabía lo que habría dentro pero parecía un buen sitio para refugiarse de aquella tormenta monzónica. La cueva no era muy grande pero era acogedora. Me senté en unas piedras y apoyé mi espalda en la pared. El sonido del agua y el olor a tierra mojada lo impregnaban todo. No me di cuenta y, creo que, me dormí. Noté una paz que jamás había notado y que creo que nunca seré capaz de explicar. Poco después, escuché una voz que dijo: “bienvenido a mi casa”. No entendía nada, ¿Quién vivía allí?. La voz siguió diciendo: “Hace tiempo que te estoy llamando y, por fin, has venido. Eres un hombre especial, tu corazón es limpio como mi lluvia y ha llegado el momento de que avances en tu camino. Lo que tu alma ansía desde hace tanto tiempo va a ocurrir. Estoy muy feliz”. Me desperté de golpe, mi corazón latía de modo que parecía que se me iba a salir y estaba totalmente desconcertado. No estaba seguro de haber soñado todo lo que había oído o, por otro lado, lo había escuchado realmente. Sin embargo, me sentía más ligero, tenía una mente más lúcida que nunca y, sobre todo, veía las cosas diferentes. Hasta ese momento no había visto a ningún tipo de animal en la montaña, y empecé a ver a todos los que por allí estaban. No había visto la gran variedad de árboles que había, y ahora lo veía. No había escuchado nada, y ahora escuchaba la voz del viento. Era parte de la naturaleza y podía escucharla. Me sentía parte de la vida que allí había, era una parte más de un todo. Era precioso. Cesó la lluvia y abandoné la cueva. Miré al cielo y las nubes me dijeron adiós. Miré a mi alrededor y estaba en la cima, ¿cómo había llegado?. Entonces la montaña me respondió: “Llegaste a la cima al poco tiempo de empezar el ascenso, sin embargo, te hice andar y andar para asegurarme de que realmente me querías encontrar, que tu fe no desfallecía y que, tardaras lo que tardaras, estabas dispuesto a llegar. Escuchaste mi llamada, decidiste venir e insististe en llegar hasta el final. Ahora conoces una verdad que pocos conocen y la respuesta que tu alma ansiaba. Vuelve a visitarme”.
No sabía si había perdido la cabeza o qué era lo que me ocurría. Lo que estaba claro, y no podía negar, era todo lo que había sentido. También era verdad que la cima estaba a pocos minutos y, de hecho, descendí en diez minutos. No hacían falta horas para llegar a la cima. Y, lo más sorprendente era que mi alma sí que tenía la respuesta que buscaba. En mi interior siempre tuve una pregunta insistente, necesitaba saber si existía algo más en el mundo porque en lo más profundo me negaba a creer que sólo existía lo que podía ver, o lo poco que había conocido. Era verdad, hay más, mucho más. Ese día subió un hombre a una montaña y bajó otro diferente.

A.Machancoses