lunes, 27 de octubre de 2014





LAS NUBES

Qué recuerdos más gratos conservo de mi niñez. Los veranos los vivíamos minuto a minuto, cada instante era único y una aventura. Cuando terminaba el colegio nos reuníamos una cuadrilla de siete, éramos cuatro chicos y tres chicas. Después de desayunar quedábamos en vernos en la esquina de mi casa. Había un cobertizo que nos ofrecía un poco de sombra y espacio para sentarnos. Era nuestro mundo. Cogíamos nuestras bicicletas e íbamos acudiendo. Cuando ya estábamos todos salíamos de ruta. Ir en grupo nos daba más fuerza y mayor sensación de libertad. La primera parada siempre era la misma: “la ladera de las nubes”. En realidad, no tenía nombre esa ladera pero nosotros la habíamos bautizado así. Era una ladera con un poco de pendiente completamente poblada de hierba muy verde y fresca. Al llegar dejábamos las bicis, nos deslizábamos entre la hierba y nos acostábamos mirando el cielo. La poca pendiente que tenía el lugar nos daba mayor comodidad y, creo, una mayor visión del cielo. La hierba era tan mullida que era como echarse en un colchón y, además, se podía oler el olor de la hierba. Nos dedicábamos a mirar las nubes y a decir qué veía cada uno. Creo que llegamos a ver casi de todo en la forma de las nubes: corderitos, pájaros, coches, caras, perros, manos, etc… El reto consistía en ver a quién se le ocurrían más figuras o, quizá, tenía más imaginación. Aunque, ahora de adulto, parezca que era una tontería no pasaba ni un día que no lo hiciéramos. Había días en los que las nubes pasaban muy deprisa, parecía que iban corriendo. Otras veces las nubes iban más lentas y apenas se podía notar su movimiento. Mientras mis amigos iban diciendo posibles figuras que veían, o se imaginaban, yo me preguntaba cuanta gente podría estar viendo las mismas nubes que yo. Veía el cielo como el techo de una gran casa, era como el techo de todos, así que ¿Cuántos estarían viendo lo mismo que yo?¿podrían ver las mismas figuras que nosotros o verían otras?. La verdad es que las nubes nos hipnotizaban y se nos pasaba el tiempo volando. Aprendí a ver los colores de las nubes. No, no todas las nubes son blancas, aunque siempre las pintamos de color blanco. Tenían diferentes tonos de blanco, había blancos más luminosos que otros, y blancos más opacos. A veces, las nubes también tenían tonos grisáceos, sobre todo cuando se avecinaba una tormenta. Y, sin punto de comparación, los colores más preciosos aparecían cuando el sol se reflejaba en las nubes. Daba paso a colores rosáceos, anaranjados y amarillentos, todos entremezclados. Era una paleta de colores maravillosos que creo que no tenían ni nombre y que, seguramente, sería incapaz de reproducir. También había un cielo que nos encantaba a todos y que bautizamos como “el peine del cielo”. Era cuando los rayos del sol atravesaban las nubes y quedaban separados como las púas de un peine. El cielo peina la tierra, nos decíamos. Cuando me acuerdo no puedo evitar sonreír. Nos lo pasábamos bien solo con nuestra imaginación y éramos capaces de fijarnos en nuestro entorno. Todo era una aventura, una oportunidad para aprender y, sobre todo, felicidad. Ahora pasan los días y apenas miro al cielo, siempre tengo que hacer algo, tengo que trabajar o llego tarde a algún sitio. Por eso, cuando me acuerdo, sonrío y miro al cielo, me llega esa felicidad de la inocencia de la infancia. Me gustaría acordarme más veces y mirar más veces las nubes, seguramente las nubes nos siguen regalando imágenes y siguen jugando con nosotros.

A.Machancoses

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