LAS NUBES
Qué recuerdos más gratos conservo de mi niñez. Los
veranos los vivíamos minuto a minuto, cada instante era único y una aventura.
Cuando terminaba el colegio nos reuníamos una cuadrilla de siete, éramos cuatro
chicos y tres chicas. Después de desayunar quedábamos en vernos en la esquina
de mi casa. Había un cobertizo que nos ofrecía un poco de sombra y espacio para
sentarnos. Era nuestro mundo. Cogíamos nuestras bicicletas e íbamos acudiendo.
Cuando ya estábamos todos salíamos de ruta. Ir en grupo nos daba más fuerza y
mayor sensación de libertad. La primera parada siempre era la misma: “la ladera
de las nubes”. En realidad, no tenía nombre esa ladera pero nosotros la
habíamos bautizado así. Era una ladera con un poco de pendiente completamente poblada
de hierba muy verde y fresca. Al llegar dejábamos las bicis, nos deslizábamos
entre la hierba y nos acostábamos mirando el cielo. La poca pendiente que tenía
el lugar nos daba mayor comodidad y, creo, una mayor visión del cielo. La
hierba era tan mullida que era como echarse en un colchón y, además, se podía
oler el olor de la hierba. Nos dedicábamos a mirar las nubes y a decir qué veía
cada uno. Creo que llegamos a ver casi de todo en la forma de las nubes:
corderitos, pájaros, coches, caras, perros, manos, etc… El reto consistía en
ver a quién se le ocurrían más figuras o, quizá, tenía más imaginación. Aunque,
ahora de adulto, parezca que era una tontería no pasaba ni un día que no lo
hiciéramos. Había días en los que las nubes pasaban muy deprisa, parecía que
iban corriendo. Otras veces las nubes iban más lentas y apenas se podía notar
su movimiento. Mientras mis amigos iban diciendo posibles figuras que veían, o
se imaginaban, yo me preguntaba cuanta gente podría estar viendo las mismas
nubes que yo. Veía el cielo como el techo de una gran casa, era como el techo
de todos, así que ¿Cuántos estarían viendo lo mismo que yo?¿podrían ver las
mismas figuras que nosotros o verían otras?. La verdad es que las nubes nos
hipnotizaban y se nos pasaba el tiempo volando. Aprendí a ver los colores de
las nubes. No, no todas las nubes son blancas, aunque siempre las pintamos de
color blanco. Tenían diferentes tonos de blanco, había blancos más luminosos
que otros, y blancos más opacos. A veces, las nubes también tenían tonos
grisáceos, sobre todo cuando se avecinaba una tormenta. Y, sin punto de
comparación, los colores más preciosos aparecían cuando el sol se reflejaba en
las nubes. Daba paso a colores rosáceos, anaranjados y amarillentos, todos
entremezclados. Era una paleta de colores maravillosos que creo que no tenían
ni nombre y que, seguramente, sería incapaz de reproducir. También había un
cielo que nos encantaba a todos y que bautizamos como “el peine del cielo”. Era
cuando los rayos del sol atravesaban las nubes y quedaban separados como las
púas de un peine. El cielo peina la tierra, nos decíamos. Cuando me acuerdo no
puedo evitar sonreír. Nos lo pasábamos bien solo con nuestra imaginación y
éramos capaces de fijarnos en nuestro entorno. Todo era una aventura, una
oportunidad para aprender y, sobre todo, felicidad. Ahora pasan los días y
apenas miro al cielo, siempre tengo que hacer algo, tengo que trabajar o llego
tarde a algún sitio. Por eso, cuando me acuerdo, sonrío y miro al cielo, me
llega esa felicidad de la inocencia de la infancia. Me gustaría acordarme más
veces y mirar más veces las nubes, seguramente las nubes nos siguen regalando
imágenes y siguen jugando con nosotros.
A.Machancoses
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