sábado, 24 de enero de 2015





EL SUSURRO DE LAS HOJAS.


Los árboles son unos grandes desconocidos. La mayoría de las personas se aprovechan de su sombra, del frescor que les proporciona en el verano, se aprovechan de sus frutos, de su madera y de todo aquello que les pueda aportar. Sin embargo, los árboles son mucho más que todo ese uso que se les suele dar. En realidad, son seres que sienten, que sufren, que se alegran, que hablan y que, en silencio, nos observan. Están ahí para ayudarnos, para hacernos la vida más fácil, más alegre, y para apoyarnos. Aunque no seamos conscientes de ello. Hubo un árbol que lloraba, era tan grande la pena que sentía que ya no podía evitar ponerse a llorar. Eran muchos los que acudían al valle donde vivía, eran muchos los que lo pisaban, le arrancaban ramas, le quitaban sus frutos, etc., y ninguno, absolutamente ninguno, se molestó en tratarlo con respeto y cariño. Sorprendentemente, un día acudió hasta él un hombre que no se parecía en nada a todos los hombres que había conocido. Este hombre iba solo, andaba con la compañía de sus pensamientos y nada más. Al llegar al árbol lo primero que hizo fue quedarse de pie delante, observarlo con minuciosidad y, luego, le pidió permiso para sentarse a su lado. El árbol no se podía creer lo que estaba sucediendo. Había llegado un hombre y le pedía permiso para sentarse. Y, no sólo eso, se sentó del modo más cuidadoso posible, del modo en que ambos estuvieran cómodos. La sensación que estaba sintiendo el árbol no la había sentido jamás, se sentía respetado y más vivo. Estaba tan agradecido que decidió moverse un poco e inclinar las ramas para que ese hombre disfrutara de una sombra más buena. El hombre continuó en silencio un buen rato, después, sin más le dijo al árbol: “gracias querido amigo, sé que me das la sombra que no le has dado a nadie”. De nuevo, el árbol no se podía creer lo que estaba ocurriendo. Ese hombre conectaba con él y lo entendía. El árbol aún le dio más sombra. El silencio continuó. El árbol no podía callar, tenía tantas ganas de contar lo que estaba ocurriendo que empezó a contárselo a los árboles más cercanos. Se corrió la voz y todos los árboles observaban al desconocido y, además, hablaban de él. En todo el valle se podía escuchar el sonido de las hojas de los árboles moverse. Parecía que una brisa muy leve moviese todas las hojas y consiguiese ese sonido tan agradable. Sin embargo, no era así, no corría ni una gota de brisa ni de viento. En el valle había una melodía preciosa que se iba extendiendo. Al cabo de un rato, el hombre volvió a hablar: “gracias querido árbol, gracias por regalarme el sonido del susurro de las hojas”. En ese momento el árbol comprendió que aquel hombre hablaba el idioma de los árboles, que había escuchado todo lo que habían estado hablando de él. Y, todavía más, lo cobijó entre sus ramas. No había conocido nunca a ningún hombre que lo hablara y no sabía que existiera la posibilidad. Después, el hombre se levantó, se quedó de pie delante del árbol y le dijo: “gracias por tu sombra, gracias por tu compañía, gracias por quererme, gracias por la melodía del susurro de las hojas, me has hecho feliz y, cuando pueda, vendré a hacerte feliz”. Dicho esto el hombre se fue con la promesa de volver. El resto de los árboles susurraban a su paso, y la melodía lo acompañó a lo largo de todo su paseo. Y es que es verdad, el susurro de las hojas es la más bella melodía que se puede escuchar.

A.Machancoses



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